Cancún y el mito de la reforma policial democrática

Cancún y el mito de la reforma policial democrática

“La policía nunca disparó al aire. Era como si nos cazaran” declaró al diario El País la periodista Cecilia Solís, quien fue herida de bala la semana pasada, en el contexto de la brutal represión de la policía de Cancún en contra de una manifestación feminista que exigía justicia por el feminicidio de la joven Alexis. De acuerdo con la trayectoria de los impactos en tres personas heridas, es evidente que la policía disparó con la intención de lesionar en las piernas; no sólo fueron disparos al aire, que de por sí ya eran reprobables. Además, según confirmó la Comisión Estatal de los Derechos Humanos de Quintana Roo, varias mujeres detenidas fueron víctimas de abuso sexual por parte de los policías, incluyendo una tentativa de violación.

 

Tras los hechos, se destituyó al Secretario de Seguridad Pública estatal, Alberto Capella, y al director de la policía municipal, Eduardo Santamaría. Pero el problema no es sólo disciplinario o de mala actuación de tal o cual funcionario, es de tipo estructural y no se va a resolver con paliativos reformistas como un nuevo protocolo u otra ley de uso de la fuerza. El problema es más político que técnico; se trata del Estado como estructura patriarcal con su brazo armado, no sólo de algunos policías nerviosos o mal capacitados.

 

Los mandos políticos buscan excusarse; no dieron la orden, dicen. Con ello transmiten la idea de que la policía parece mandarse sola. Sin embargo, aunque existe una autonomía o autogobierno policial en estados débiles capturados por el crimen organizado, la policía siempre es un cuerpo ejecutor sometido a una cadena de mando, ya sea institucional, delictivo o ambas cosas a la vez. La autonomía policial es relativa, pues obedece a las fuerzas dominantes dentro y fuera del Estado. En muchos lados, incluso, la policía y la delincuencia organizada no son campos del todo separados.

 

Ante este problema político, hay voces autodenominadas expertas que abogan por soluciones reformistas. Voces confiadas en una policía democrática que nunca hemos conocido pero que, según dicen, es posible. Aunque la policía es parte del problema, paradójicamente, se le concibe como parte de la solución. La policía ya tiene múltiples funciones que no cumple como esperáramos, pero se le quieren dar aún más. Por ejemplo, con el Modelo Nacional de Policía y Justicia Cívica (MNPyJC) que promueve, entre otras cosas, que las policías municipales investiguen delitos.

 

En México, la mayor parte de los delitos son del fuero común. Es lógico que la policía municipal se ocupe de faltas administrativas y delitos menores, sin embargo, el MNPyJC parece ser sólo un producto accesible para el municipio capaz de costearse su implementación, creando por ejemplo una unidad de investigación y pagando a “expertos” consultores que le acompañen en el proceso de implementación. Se ejemplifica el “éxito” de municipios de Nuevo León, pero municipios pobres, como casi todos en el sureste mexicano y otras partes del país, difícilmente tendrían condiciones económicas para comprar el modelo-producto-marca.

 

La policía idealizada por los creyentes en la llamada reforma policial democrática (una marca de exportación nacida en los Estados Unidos bajo la fachada de la “cooperación internacional” en sociedades postconflicto) se concibe como facilitadora de la vida social. Dichos creyentes son partidarios de modelos de orientación comunitaria y resolución de problemas con más de medio siglo de aplicarse en los Estados Unidos con resultados disímbolos. México llega muy tarde a esos modelos, muchas veces ya fracasados en el racista país del norte. Desde la óptica reformista neoliberal, la policía es concebida como un “servicio” y se promueve la adopción de medidas propias del sector privado, como la calidad, la certificación y la satisfacción del cliente. La policía es negocio.

 

Se apela a la “voluntad política” para la implementación de la llamada reforma policial democrática que, paradójicamente, se cree fundamentalmente técnica, un asunto de expertos. Aunque en los asuntos públicos no hay técnica sin política. Lo “democrático” de la reforma policial se ha entendido principalmente desde los referentes liberales de la democracia constitucional: transparencia, rendición de cuentas, gobernanza. La democracia promovida por la perspectiva reformista es tutelada, de élites o de baja intensidad. Los reformistas que califican como democráticas a las modernas policías de Escobedo o Guadalupe en Nuevo León, jamás llamarían así a la ronda comunitaria de Cherán o a un caracol zapatista. Detrás del discurso técnico siempre hay un sustrato ideológico y de clase, no existe la asepsia. A los reformistas se les cayeron sus modelos ideales de Colombia y Chile, pero siempre habrá nuevos intentos por justificar el fracaso sistemático.

 

El ideal, el mito de “policía democrática”, opera bajo un modelo de seguridad ciudadana tutelada, financiada por las élites y al servicio de la propiedad privada. Una seguridad entendida como mantenimiento del orden de dominación y acumulación por despojo. La participación ciudadana en la reforma policial es entendida como involucramiento empresarial y asistencia técnica especializada: de las organizaciones ciudadanas que sí saben. Esto con clara exclusión de las víctimas de abuso policial. Los reformistas difícilmente visibilizan fracasos históricos como las “nuevas” policías en El Salvador y Guatemala post-conflicto, pues siempre es más glamuroso vender los ejemplos norteamericanos de supervisión civil o la comisión reformista de Irlanda del Norte.

 

Con protocolos, certificaciones, reglamentos o capacitación, la policía no dejará de ser una violenta institución patriarcal. Para que deje de serlo y no veamos más casos como el de Cancún, los cambios deben ser mayúsculos, estructurales. La agenda prioritaria no debe ser la reedición del fracaso técnico-reformista, urge en cambio aprender de la agenda política-feminista.

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