El pasado fin de semana se cumplieron 29 años de la histórica firma de los Acuerdos de Paz entre el gobierno de El Salvador y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). El 16 de enero de 1992, el Castillo de Chapultepec sirvió de escenario para la histórica firma que dio fin a la cruenta guerra civil salvadoreña que duró doce años y que dejó más de 75 mil víctimas mortales y 8 mil personas desaparecidas. Los Acuerdos representaron una significativa transformación institucional para el país centroamericano. Se reformó la Fuerza Armada y el sistema judicial, se creó una Comisión de la Verdad, se disolvieron los viejos cuerpos militares de seguridad para dar paso a una nueva policía de carácter civil y se crearon importantes instituciones como el Tribunal Supremo Electoral y la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos. El FMLN se desmovilizó y se transformó en partido político.
Al actual gobierno salvadoreño ha ignorado ya en dos ocasiones la conmemoración de importantes Acuerdos. Nayib Bukele, líder de la alianza derechista GANA-Nuevas Ideas, ha calificado a los Acuerdos de Paz como “una farsa”, “una negociación entre dos cúpulas”, “un pacto de corruptos”. Esto incluso en un discurso en El Mozote, donde en 1981 el ejército salvadoreño masacró a cerca de mil civiles desarmados, la mayoría menores de edad. Para el joven gobernante narcisista, la historia salvadoreña inicia y termina con su persona.
En respuesta al desvarío presidencial y en un digno ejercicio de memoria histórica, un sector de la sociedad salvadoreña, principalmente jóvenes nacidos en el periodo de posguerra y que son usuarios de redes sociales, posicionaron en Twitter el hashtag “#ProhibidoOlvidarSV”, con una dinámica correspondiente en narrar brevemente experiencias familiares relacionadas con el conflicto armado. En respuesta, Bukele anunció que decretaría que el 16 de enero será “el Día de las Víctimas del Conflicto Armado”, para que “sus asesinos dejen de ser glorificados”. Además de que tal decreto correspondería a la Asamblea Legislativa, ya existe un día en memoria de las víctimas: el 24 de marzo, en remembranza del martirio de San Romero de América.
Además del ejercicio de memoria histórica en redes sociales, este 16 de enero se efectuaron actos autoconvocados. En El Mozote se realizó un acto de desagravio; en el departamento de Chalatenango se realizó una peregrinación en reclamo contra la militarización de la zona por parte del actual gobierno; un grupo de ciudadanos protestó frente al Estado Mayor de la Fuerza Armada; veteranos de la Fuerza Armada y excombatientes del FMLN se concentraron en el centro de San Salvador y un grupo de jóvenes conmemoró los Acuerdos en el parque Cuscatlán. Para todos estos grupos, la guerra y la paz no son una farsa; no ven al olvido como una opción.
El Salvador del presente es inexplicable sin las consecuencias del conflicto armado y la institucionalidad derivada de los Acuerdos de Paz. Si bien la transformación del país no correspondió al triunfo de un proceso revolucionario, sí fue una gran reforma negociada. La posguerra ha sido violenta, pero no en términos sociopolíticos, sino delincuenciales. La democracia salvadoreña es imperfecta, como se esfuerza en demostrar todos los días su presidente millennial, pero no es -todavía- una dictadura militar como en el pasado.
Las élites dominantes durante la posguerra se han esforzado en capturar la paz, pero no han logrado suprimir la memoria del pueblo. Así como todos los gobiernos de la posguerra se han negado a abrir los archivos militares relacionados con los crímenes de la guerra, las víctimas y sus redes solidarias no han cesado de clamar justicia. El académico norteamericano Erik Ching, en su libro Stories of Civil War in El Salvador (The University of North Carolina Press, 2016), hace un recuento de las diversas historias de vida publicadas que narran el conflicto salvadoreño; identifica cuatro grandes grupos que relatan su versión de la guerra y sus antecedentes: 1) las élites civiles, 2) los mandos militares, 3) los comandantes guerrilleros antes de la guerra civil y 4) los comandantes guerrilleros durante y después de la guerra civil. Un quinto grupo, el más importante quizá, que no publica memorias individuales, sino que narra en colectivo, es el pueblo que no olvida.