Hoy en día está normalizado el uso obligado del cubrebocas, de los termómetros, de los desinfectantes y demás medidas y objetos que se utilizan para hacerle frente a la pandemia de COVID-19. Aunque ya se sabía de su existencia en el mundo, es claro que hasta hace pocos meses estos estaban circunscritos a ciertos contextos y situaciones y su uso generalizado generaba todavía cierta extrañeza. Actualmente, nadie ya se asombra de su portación y utilización. Si se tuviera la oportunidad de explicarle a alguien de tiempos lejanos, de otros siglos, las razones de su uso, lo entendería casi sin ningún problema. Pero si además se le quisiera engañar respecto de la función de tales elementos, tampoco habría mucha dificultad.
Por ejemplo, el cubrebocas, el barbijo. Se sabe que su principal función es evitar que el virus en cuestión pueda transmitirse al retener, y bloquear en su caso, parte de lo que pueda ser expulsado vía bucal y nasal. Pero qué tal si se le contara a tal individuo, ajeno al mundo contemporáneo, que el cubrebocas es el elemento tecnológico que permite que la voz humana sea emitida y susceptible de ser oída por otros humanos. Esto resultado de un accidente físico-evolutivo en el cual se habría perdido la anatomía y función humana para emitir voz (cuerdas bucales, resonadores, etc.). El hecho de cambiar de barbijo implicaría, entonces, cambiar de tonos y matices sonoros.
Existe una pistola que mide la temperatura y que es apuntada a la frente de cada persona que ingresa a un supermercado o a algún restaurante. Su principal empleo es evitar la entrada a quien se ubica en el rango de la febrícula (hasta 37’5ºC), fiebre (a partir de 38ºC) o fiebre de urgencia (a partir de 40ºC) a causa del coronavirus y, con ello, impedir el posible contacto y contagio de otros. Sin embargo, también este elemento puede contribuir al engaño: se podría afirmar que es un instrumento tecnológico apto para leer en la mente de cada quien los productos que va a adquirir o a degustar en tales establecimientos. Incluso así, muchos se habrían negado a ser medidos por este artefacto ya que podría descubrir contenidos mentales impúdicos y para nada susceptibles de hacerse públicos.
El gel antibacterial y el jabón constante, que permiten eliminar una gran cantidad de microbichos y, entre ellos, el SARS-CoV-2, no serían sino, en la farsa, una suerte de lubricante para las modernas extremidades superiores biomecánicas las cuales, en el pasado, se habrían atrofiado totalmente resultado de una potente pandemia de artritis reumatoide que habría atacado y destruido el sinovial de las articulaciones, el cartílago y el hueso de manos y brazos de los humanos. Este lubricante permitiría que tales miembros funcionaran sin ningún problema a condición de su “aceitado” frecuente.
El distanciamiento físico, ese espacio social entre humanos, que se intenta ejercer para evitar la atmósfera vírica, para evitar una mayor carga del coronavirus, podría entrar en el engaño si se le justificara como la consecuencia de la aceptación de lo que en ciertos campos paracientíficos se ha llamado “aura”. Cada humano habría sido informado de la naturaleza personal de ese campo energético de radiación luminosa multicolor a través del uso de la célebre “Cámara Kirlian”. Resultado de la especificidad de su halo, de cada uno de sus estratos y matices, se evitaría estar en contacto o cerca de aquellas personas que pudieran afectar el propio y, de resultado, enfermar o morir.
Las vacunas no se escaparían a la cuestión. Cada una de los diferentes tipos que hoy en día se están desarrollando y aplicando en todo el mundo pueden justificarse, en la mentira, como la introducción de robots microscópicos que tendrían la función de sustituir progresivamente los órganos que componen el cuerpo humano por otros artificiales y muchos más eficientes y duraderos que los naturales existentes. Mientras la persona realizara sus actividades cotidianas, estos diminutos comandos trabajarían silenciosamente y terminarían, en un tiempo razonable, su tarea con el aseguramiento de cada una de las vidas biológicas humanas más allá de los 300 años.
Efectivamente, no implicaría problema alguno, bajo cierta lógica, señalar estas fantasiosas versiones a alguien separado de nosotros por siglos y, además, esperar que las acepte. ¿Pero alguien contemporáneo podría admitir tales versiones? Lo más seguro es que no. Lo más seguro es que nos daría, casi sin fallo, las razones por las que hoy mismo cada uno de estos elementos es empleado. Y es así como surgen otras cuestiones: ¿por qué hay gente que no usa tapabocas ni gel antibacterial o no ejerce la sana distancia ni acepta vacunarse? ¿qué no vive tal gente en el mundo actual y pertenece al de siglos pasados? ¿O, por el contrario, la gente que sí lo hace pertenece al mundo equivocado? ¿Será que todos son engañados o, mejor dicho, todos lo somos?
La pandemia, ya se sabe, será incluso más larga de lo programado. Y también ya se sabe que no habrá bocinitas de tela potenciadoras de voz, pistolas lectoras de mentes, extremidades biomecánicas que necesitan ser aceitadas ni nanorobots que sustituyan nuestros órganos. Pero si alguien llegara a creer en todo esto, no importaría, ya que de todas formas usaría el barbijo, se dejaría apuntar con la pistola, aceitaría sus manos con el gel y se dejaría vacunar.
Parece que sólo así, con engaños o sin ellos, la pandemia un día podría por fin parar.