El mismo día que México impuso restricciones a los viajes no esenciales en su frontera sur y puso en marcha un operativo contra el tráfico de personas, 1,200 migrantes cruzaron ilegalmente uno de los pasos más inhóspitos pero más utilizados para salir de Guatemala.
Un lanchero que trabaja en ese cruce por el río Usumacinta, en la localidad guatemalteca de La Técnica en plena selva, sabe con seguridad la suma porque entrega un boleto a cada migrante para llevar la contabilidad.
México quiere anteponer la cooperación con EEUU en el control del flujo migratorio como lo hizo en 2019, cuando desplegó efectivos de la Guardia Nacional ante la amenaza del entonces presidente Trump de imponer aranceles a las exportaciones mexicanas.
Además de las limitaciones de viajes, lanzó un operativo para detectar a familias migrantes y a menores que viajan solos de forma irregular, que son los que más preocupan a la administración de Biden.
No obstante, el tráfico de migrantes que huyen de la pobreza, la violencia y los desastres naturales sigue siendo un negocio pujante controlado por el crimen organizado y con comunidades enteras que viven de quien van en busca de un futuro en el norte.
La hondureña de 30 años Yuri Gabriela Ponce, su esposo y sus hijos de 9, 5 y 2 años, primero lo intentaron por Tecún Umán, cerca del Pacífico, pero se asustaron cuando una mujer les indico que allí robaban niños y mataban a los padres. En la ruta migratoria, aunque llena de peligros reales como los secuestros y las extorsiones, siempre están presentes los rumores y la desinformación.
La pareja salió de Tegucigalpa dejando a sus dos hijos mayores atrás cuando el marido perdió su empleo de albañil. “Espero que con los niños nos ayuden, no podíamos dejarlos allá”, indicó Ponce ya en territorio mexicano.
La escena en el embarcadero de La Técnica se repite cada día con cifras similares, según el lanchero: 800 el lunes, 700 el martes. Llega una camioneta de la que se bajan una decena de migrantes, comen algo y llaman a sus familias. Luego arriba otro vehículo y sigue la misma rutina. La rampa flanqueada por edificios de colores con comedores, baños y tiendas se va llenando.
El miércoles por la mañana en una hora ya había más de un centenar de personas, en su mayoría hondureños, incluidas mujeres con niños que apenas caminan, constató The Associated Press.
Grupos de cinco a 15 personas cruzan el río en lanchas en sólo cinco minutos. Los guías organizan los turnos sin prisa, como si fuera una actividad permitida, y cobran al que llega por su cuenta 2,5 dólares.
Del lado mexicano, en Frontera Corozal, más de 25 taxis esperan el goteo de gente, lento pero constante. Los migrantes con guía se suben a los vehículos que pasan por delante de las oficinas de Migración. Nadie entra en el edificio ni sale a pedir documento alguno. Los taxis se pierden en territorio mexicano.
Los que van sin haber contratado un coyote o pollero o no tienen dinero para un taxi pagan una cuota de entrada a Frontera Corozal de un dólar y caminan por la carretera, siempre en pequeños grupos.
Eso es lo que hizo Ponce y su familia hasta que llegó a un cruce donde unos vecinos los dejaron dormir bajo un techado con otras familias mientras los pequeños fueron instalados en el interior de un viejo Volkswagen. “Nos dijeron que más adelante hay un control y no sabemos qué hacer”, comentó el miércoles después de dormir tres días en ese lugar.
Como en 2019, el gobierno mexicano reforzó las revisiones y los retenes un poco más al norte en las carreteras que atraviesan el istmo, la parte más estrecha del país y más fácil de controlar, y en los aeropuertos de la zona.
México ha detectado a casi 31.500 migrantes en situación irregular en lo que va del año, una cifra casi igual a la de 2019 cuando el pico de cruces irregulares provocó la presión de Trump.
Pero la cifra no es un reflejo de la realidad, ya que la mayor parte de los viajes transcurre en la clandestinidad. Los traficantes trasladan a los migrantes en camiones, camionetas, autobuses públicos e incluso en aviones con falsa documentación.
“Los migrantes son visibles del lado de Guatemala, pero se hacen invisibles al cruzar a México”, resumió René Sop Xivir, del Servicio Jesuita a Migrantes en el sureño estado de Chiapas. Recién reaparecen en la frontera con Estados Unidos.
El mismo día que 1,200 personas cruzaron sin problemas desde La Técnica, en Ciudad Hidalgo, más de 600 kilómetros al sureste y uno de los pasos más transitados y de mayor atención mediática, agentes migratorios bloquearon el paso a quienes intentaban cruzar en balsa el río Suchiate aunque fueran comerciantes o trabajadores que habitualmente usan esa vía.
La acción tuvo lugar un par de días antes de la llegada de los enviados del presidente estadounidense Joe Biden para abordar el reciente aumento en el arribo de migrantes a su frontera sur.
“Quieren simular que hacen operativos para la prensa”, explicó Sop Xivir. “Dicen que es para proteger a los migrantes, pero es una campaña de intimidación para que la gente no venga porque en la práctica no hay tanto control”.
En el recorrido de más de 600 kilómetros de la frontera que se extiende junto a ríos, lagos, montañas y selva salpicada de turísticas ruinas mayas, AP se cruzó con dos patrullas de la Guardia Nacional y pasó siete puntos militares -desde puestos medio abandonados a destacamentos instalados después del alzamiento de la guerrilla zapatista en 1994- que controlan el paso de drogas y armas pero no de migrantes, dijo un soldado que pidió no ser identificado por no tener autorización para hablar del tema.
Según Sop Xivir, uno los cruces más habituales de las familias centroamericanas es la localidad guatemalteca de Gracias a Dios.
“Todo el pueblo vive del cruce de migrantes: los polleros, los restaurantes, los hoteles, todo”, explicó una vecina que pidió reservar su nombre por miedo a represalias. “Mire cuánta construcción y los fajos de billetes que uno ve en el banco”.
La mujer explicó que por la pandemia el año pasado hubo un descenso en el flujo de migrantes, pero que ahora, como en 2019, cruzan a diario. “Hace unos días en media hora que estuve en casa de mi suegra vimos pasar a cientos caminando por un extravío (una vereda en la montaña)”.
Del lado mexicano, en el pueblo de Carmen Xhan, hay un puesto fronterizo en el que nadie pide ningún papel y otro sanitario por el que nadie pasa.
Los cruces sin control se extienden por toda la frontera.
Algunos están en zonas muy concurridas como La Mesilla, donde tres días a la semana la garita de Migración queda envuelta por un mercado por donde la gente pasa de un país a otro por las estrechas calles que la rodean. Otros se encuentran en medio de la selva con caminos de tierra que los esquivan o en plena carretera como el de El Ceibo, en Tabasco.
Ese punto fue visitado esta semana por el jefe de la Migración mexicana, Francisco Garduño, para revisar “los operativos de control y verificación migratoria”. Cuatro días antes un joven de 13 años y su abuela lo habían cruzado en motocicleta por cinco dólares sin que nadie les pidiera documentos, contaron desde un albergue a una hora del paso.
Uno de los temas más delicados para Estados Unidos son los menores no acompañados que llegan a su territorio. Según la Patrulla Fronteriza, en febrero fueron casi 9.500, un 61% más que en enero.
La nueva política de Biden de proteger a los niños y no expulsarlos ha sido aprovechada por los traficantes, que esparcen los rumores para enriquecerse.
“Supuestamente dieron 90 días para que los menores no acompañados pudieran pasar”, contó un hondureño de 16 años que descansaba en un albergue en Tenosique, a una hora del cruce de El Ceibo cuya garita esquivó caminando dos días por el monte.
“Me vine por las maras... me dieron 48 horas para que me fuera", afirmó el adolescente que sólo dio su nombre de pila, Evinson, por miedo.
Su sueño es reunirse con su primo en Nueva York y está confiado en que su padrino en Piedras Negras, en la frontera Texas, lo ayudará a cumplirlo.