La politización de actores criminales

La politización de actores criminales

En el marco del reciente proceso electoral, la violencia e injerencia política del crimen organizado ocupó un lugar preponderante. Antes de la elección de este año, según recupera Noria Research en su proyecto “Elecciones y Violencia en México”, entre 2006 y 2019, según la Asociación Nacional de Alcaldes (ANAC), ya se habían registrado 158 asesinatos de presidentes municipales. La misma fuente estima que desde 2002, fueron alrededor de 264 los políticos locales que fueron asesinados. Una explicación simple y generalizada es la de atribuir esas muertes a la delincuencia organizada, como si el campo político y el de la criminalidad fueran siempre independientes el uno del otro. Sin embargo, existe una intersección entre lo político y lo criminal, donde es posible la operación de actores criminales haciendo política y de políticos vinculados a redes delincuenciales.

Los Estados pueden ser capturados por estructuras criminales que no operan precisamente como actor ajeno o invasivo. Hay pues Estados criminales. Esto no significa claro que todos los actores políticos de un Estado capturado sean criminales, pero sí que hay espacios de intersección entre campos no independientes. Así, la violencia electoral es síntoma de un complejo entramado de intereses, actores y relaciones que no existen sólo en las campañas y jornadas de votación, sino que subsisten en las profundidades de la política real. La violencia no sólo está en el centro de la acción criminal sino en el ejercicio de la política.

 Seguir pensando a lo criminal y a lo político por separado es no sólo un error metodológico sino un encubrimiento de la realidad cotidiana, sobre todo en la escala local. Cuando un grupo criminal, por ejemplo, secuestra o asesina a operadores políticos de un partido político, puede que no necesariamente esté afectando el curso “normal” de una elección; puede, al contrario, verificar la normalidad criminal de la política local. Y esa perspectiva parece estar muy alejada a la mirada de las autoridades electorales que siguen produciendo protocolos de protección inútiles o de analistas que siguen separando dos esferas que siempre han estado conectadas.  

Paradójicamente, ofrecer seguridad y combate al crimen, es una bandera de campaña de políticos que han reconocido a los grupos criminales como sus interlocutores. Un caso paradigmático en América Latina es el de El Salvador. En el país centroamericano, el régimen autoritario de los hermanos Bukele Ortez mantiene una negociación con las pandillas para mantener en mínimos históricos la violencia homicida. La estrategia no es novedosa de los jóvenes dictadores salvadoreños, pues la negociación entre gobierno y pandillas se perfeccionó en gobiernos pasados. También ya hay evidencia histórica sobre los terribles costos de las treguas rotas. Las pandillas actúan políticamente, se sientan en la misma mesa de negociación que los políticos. En ese diálogo está de por medio el capital político y económico, no la ideología. Los nuevos negociadores salvadoreños, por ejemplo, se presentan con la clásica etiqueta de “ni de derecha ni de izquierda”. Los negocios y el poder subsisten sobre los proyectos ideológicos.       

Hay académicos que sí enfatizan en la estrecha relación entre política, violencia y seguridad; un ejemplo claro es el libro colectivo editado por Fernando Carrión, La política en la violencia y lo político de la seguridad (FLACSO Ecuador, 2017). Ahí es posible verificar que la violencia está en el centro de la producción de la sociedad y del poder. El crimen es pues siempre de naturaleza política, como ya advertía Charles Reason en un clásico artículo de 1974: “Politicizing of Crime, The Criminal and The Criminologist” (Journal of Criminal Law and Criminology). El derecho como instrumento político y el orden público como mantenimiento de las condiciones de poder y explotación en una sociedad, no son sólo asuntos técnicos, como lo asumen las miradas pretendidamente asépticas.      

Que las redes político-criminales no tengan una ideología explícita, no las despoja de su naturaleza política. Un concepto que trata de abarcar la naturaleza violenta de actores políticos y criminales sin aparente ideología es el de “insurgencia criminal”. Al ver a las milicias privadas como “actores no estatales”, se les llama “insurgencia no política”, pero si se reconoce la convergencia estatal-criminal, no es posible hablar de actores violentos no estatales o apolíticos.

El Estado no es una institución autónoma neutral, es un equilibrio inestable de fuerzas políticas en disputa por la hegemonía y el control de territorios y poblaciones. Los grupos político-criminales son, en varias secciones del territorio nacional, fuerzas preponderantes. El poder político no se limita a los gobiernos (poder ejecutivo) sino a las relaciones que posibilitan los procesos de acumulación, despojo y control. Politizar el análisis de la criminalidad y la violencia quizá sea útil para indagar alternativas.

 

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