Los Ruidos del Mundo

Los Ruidos del Mundo

Es fácil entender cómo es que la lógica de los ruidos cotidianos, los que se daban hace unos pocos meses en las calles y los hogares, se transformó después del inicio de la contingencia actual. Es cierto que no se inauguró otro mundo y que esos sonidos ya existían dentro un repertorio acústico bien conocido por todos. No obstante, sí hay un vuelco más o menos evidente: todos aquéllos que correspondían al soundtrack oficial dieron paso a otros, menos afamados pero igualmente significativos para la vida social. Y esto es más que evidente en las grandes ciudades.

Por ejemplo, la imaginería chilanga siempre ha tenido sus excesos. Si no oye el sonido del agua de las fuentes de los parques, porque ya no hay fuentes o porque no funcionan, al menos sí se lo imagina; y sigue sonando en la cabeza ese característico ruido, como cuando se transita caminando por la Avenida Juárez y La Alameda Central pensando que se va por Les Champs-Élysées. Lo mismo con los ya casi extintos pajaritos que amenizaban todas mañanas citadinas; buena parte de ellos ha muerto a causa de la tremenda contaminación y por las condiciones adversas sobre cualquier ser vivo que habite en la ciudad. Pero basta con ver a uno, que sobrevivió, para verlos a todos cantar, incluso en parvada. De los gallos mañaneros ni hablar, aunque seguro alguien por ahí puede asegurar que siguen cantando para anunciar el amanecer, aunque, todos lo saben, la neta ya no hay.

Con la coyuntura del coronavirus, entonces, el giro acústico se ha profundizado aún más. Muchos ruidos y sonidos nativos casi han desaparecido o se han mudado a otro lugar. Sí, sí, el de los tamales oaxaqueños sigue sin faltar, y su grabación sigue vibrando en las calles, pero esto es porque sin él el mundo ya no sería explicable. El de los fierros viejos (que vendan) se fue. Juanito, el de la chelería de enfrente, cerró, junto con los gritos de los parroquianos, las mentadas, las carcajadas y las pegadoras canciones de Los Terrícolas. Los chillidos de niños ya no existían desde antes de la cuarentena, aunque por alguna razón se extrañan mucho más en la toda cuadra durante estos días de encierro.

Otros ruidos se intensificaron. El despertador en modo vibración del celular del vecino de arriba sigue sonando a las 5 am, aunque ahora ya es completamente nítido su sonido; a menos que no sea celular y sea otra cosa. El reggaetón del de al lado sigue sonando igual de chaka, pero más duro. El chavo de la batería ya mejoró bastante. Otros vecinos aprovecharon la cuarentena e hicieron arreglos físicos a sus hogares; se oyen martillazos, taladros, movimiento de muebles y ruido de material. Las parejas jóvenes, ya arrejuntadas o en matrimonio, sí que gritan y pelean durante el día, pero también, es patente, se contentan gustosas durante toda la noche. Del mismo modo, se oyen las máquinas, como las de la lavandería, a lo largo de toda la calle. Pero quizá sean los lomitos la voz hegemónica en toda la cuadra: Cora, todavía “adolescente”, ladra desde el balcón a casi toda cosa o persona que se mueva; Kaiser cada que “siente” un extraño; y los de la veterinaria y la vulcanizadora lo hacen poco, pero con autoridad.

Las calles del Centro Histórico no son ajenas a esto. Las famosas Madero y Corregidora, donde no se podía ni caminar, ahora se oyen, y lucen, absolutamente desoladas. El movimiento de las tumultuosas avenidas Circunvalación y Rayón ya no genera ninguna bulla ni abusos humanos y viales. Los mercados públicos son un ejemplo extraño; ahí se oía a marchantes, de un lado y otro de los puestos, en gritos bien coordinados. Hoy, a causa de la clausura de su voz por el cubrebocas, sólo hay murmullos, cuchicheos y grises movimientos corporales.

El transporte público también contribuye. En el metro, metrobús y trolebús las palabras y productos de los ambulantes son casi nulos; los poderosos neumáticos de caucho, el pasar infinito de las escaleras eléctricas, el “tururú” de las puertas, el “próxima estación”, los tensores de las plumas y el claxon, operan libres y hacen eco a lo largo y ancho de las unidades, de los andenes y de los carriles confinados.

 

Los ruidos y conjuntos de sonidos, entonces, no sólo implican el escenario resonante en el cual la vida transcurre. Representan lo intenso o lo débil de la experiencia humana en las grandes urbes. El ruido hoy nos dice que hay alguien vivo, o más o menos vivo; que la metrópoli está sitiada, pero que pervive incluso en sus crujidos. Lo que se oye no es, pues, sino la genuina y única banda sonora de nosotros en nuestra propia ciudad.

 

Columnista: Juan Carlos Huidobro Márquez (@jchmmx) estudió psicología, sociología y filosofía en la UNAM. Es profesor universitario, ciclista y le gusta la música dark.

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