El día de ayer, la mayor parte de los salvadoreños que emitieron su voto en las elecciones legislativas y municipales del país centroamericano, dieron su aval al proyecto autoritario de los hermanos Bukele. El prototipo de dictador millennial posicionó un discurso de posible fraude, atacando al árbitro electoral, propagando un discurso de odio contra la oposición y violando sistemáticamente la legislación electoral, por ejemplo, llamando al voto por su partido a media jornada.
Pero apenas cerraban los centros de votación, aparecieron fuegos artificiales y festejos de los fieles del presidente. Mientras el negociador del gobierno salvadoreño con las pandillas organizaba a una masa de votantes en San Salvador, otros funcionarios emitían burlas a la oposición vía Twitter y no cesaban de llamar a la “defensa del voto” ante un Tribunal Supremo Electoral (TSE) al que descalifican. El autoritarismo bukeliano ganó legítimamente, en una elección sin fraude y con una participación ciudadana de poco más del 50% (mayor a las dos elecciones legislativas precedentes).
Esa particular mezcla de actitudes y conductas autoritarias en medio de un proceso democrático como una elección, no es del todo una anormalidad, es la forma predecible en que funciona la demagogia como forma de gobierno. La demagogia es la corrupción de la democracia; se expresa, siguiendo a Francisco Puy, como la “seducción del pueblo, para el pueblo y por el pueblo”. Un pueblo legítimamente decepcionado con los malos gobiernos de ARENA y FMLN, se vio seducido por un demagogo experto en propaganda y redes sociales. El clan Bukele ha capitalizado el desencanto con el orden político de la posguerra, reciclando a viejos actores y prácticas, pero cubriéndolos con una retórica acorde a los tiempos corrientes: simple, agresiva, emocional, hecha para Tik Tok, no para un debate o un texto de más de un párrafo. El adulador del pueblo no requiere ya de un sofisticado proyecto político, ocupa una entrevista con Luisito Comunica o un hashtag ganador.
Los medios del demagogo son ahora digitales, pero el fin de la adulación de un pueblo para la instauración de la autocracia ha prevalecido por siglos. En referencia al demagogo griego Cleón, Aristóteles lo describía como el primero en “gritar, injuriar desde la tribuna, arengar al pueblo, mientras los demás oradores hablan de modo adecuado”. Las elecciones no son el único elemento de la democracia, son un medio, y como tal, pueden ser funcionales a la corrupción del gobierno del pueblo. Hay tiranías por elección, votaciones que operan más desde lo emocional que desde lo racional.
Varios-as politólogos, entre quienes destacan Steven Levitsky y Lucan Way, han denominado a los regímenes híbridos (con características tanto democráticas como autoritarias), como “autoritarismos competitivos”. En dichos regímenes, como ahora se ejemplifica contundentemente con el caso salvadoreño, no se respeta la institucionalidad democrática, pero se reivindica a los procesos electorales como aval de una voluntad popular sometida al líder demagogo. Andreas Schedler ha estudiado este tipo de regímenes, clasificándolos como “autocracias electorales”, siendo los autoritarismos más comunes desde el fin de la Guerra Fría. El autócrata-demagogo de nuestros días se legitima electoralmente y eso es lo que están celebrando ahora miles de ciudadanos salvadoreños. Bien advertía Platón sobre la ruta democrática hacia la tiranía.