La reciente publicación de la segunda edición (corregida y aumentada) de Guatemala, la infinita historia de las resistencias (Universidad Iberoamericana, 2021), libro coordinado por Manolo E. Vela Castañeda, es un revulsivo necesario ante las dominantes perspectivas victimistas y pretendidamente apolíticas sobre la historia reciente del país vecino. También es una obra que toma distancia de la hegemonía liberal que pugna por un pueblo participante en la lucha por la democracia y por abatir la corrupción, recordándonos que antes de esa agenda tan socorrida por la cooperación internacional y los tecnócratas progres, el pueblo guatemalteco optó en décadas pasadas por caminos de insurrección, rebeldía, lucha, insurgencia y resistencia.
A lo largo de un prólogo, 12 estudios de caso y un capítulo que expone el marco teórico-metodológico compartido por las y los autores del libro colectivo, es posible conocer un excepcional trabajo de historia desde abajo; una mirada a la acción colectiva y resistencia de los sujetos subalternos en el periodo insurreccional guatemalteco de finales de los años 70 e inicios de los 80. El texto no niega el genocidio ni desmerece a las víctimas, sólo critica su despolitización. En términos del coordinador del libro, la “obra es un intento por introducir por la puerta grande al pueblo, las masas, la multitud, el populacho, la chusma, como agentes históricos”. La insurgencia, nos enfatiza esta obra, no fue ajena a sujetos que fueron protagonistas de su propia historia, no víctimas pasivas ante el Estado ni masas manipuladas por las organizaciones guerrilleras.
El libro no se adscribe en la tradición de la historia contada por los liderazgos guerrilleros, pues esa visión elitista de izquierdas invisibiliza las complejas relaciones entre los grupos subalternos y las organizaciones insurgentes. Y es esa complejidad la que sí logra desmarañarse a lo largo de capítulos rigurosos, con amplio sustento documental y testimonial. El paradigma presente en la obra no es tampoco el de la historia de las estrategias insurgentes y contrainsurgentes en abstracto, a nival macro, nacional; la mirada de los estudios de caso es regional, local, situada. Por eso esta obra desmorona tesis como las de Yvon Le Bot y David Stoll, pues demuestra que los grupos subalternos no estuvieron entre dos fuegos o demonios, el ejército y las guerrillas, sino que tomaron partido y reivindicaron su agencia política. En su capítulo, Juan Carlos Vázquez lo señala con claridad: “visibilizar la militancia política de las víctimas implica el reconocimiento de un rol activo durante el conflicto armado”.
Los sujetos subalternos tampoco resistieron obligados por la embestida estatal; organizados y concientizados ya estaban, incluso antes de su contacto con las guerrilleras. Por ejemplo, entre los casos expuestos en el libro, Glenda García hace un recorrido sobre la larga historia de resistencia de los kaqchikeles y Magda Leticia González documenta la histórica cultura de resistencia de los ixiles que se unirían al movimiento guerrillero. En su contribución, Pablo Ceto incluso postula que “los pueblos indígenas durante el conflicto armado interno pasaron a ser el soporte principal del movimiento revolucionario”.
Paradójicamente, aun tratando el cruento periodo de una revolución derrotada, la lectura de un libro con un enfoque de historia de los grupos subalternos, nos permite guardar esperanza en un pueblo que reclama y se insubordina. Pues, en términos de Manolo Vela, “la dominación no es una plancha de cemento; hay espacios para la resistencia, para regresar y atreverse a plantar cara a los poderosos”.