Después de un año y un poco desde el inicio de la pandemia por COVID-19, las cosas comienzan a tomar el ritmo que ya se adelantaba semanas, y hasta meses, antes. La relativamente rápida reacción de los diferentes sectores sanitarios, aunado a la voracidad de las farmacéuticas transnacionales, catalizó la generación de múltiples vacunas que en estos días son aplicadas a la población de los países más ricos y acomodados del planeta.
Pfizer, CanSino, Covaxin, AstraZeneca, CoronaVac y Sputnik V son algunos de los nombres de las estrellas del momento. Algunas de éstas son de las llamadas de ARN mensajero; otras están basadas en un vector viral debilitado; otras incluyen subunidades proteicas para estimular el sistema inmunitario. Pero lo que todas comparten es la expectativa que generan, y hasta esperanza, de que pronto terminarán las infecciones graves y, con ello, las trágicas muertes. Seguramente el virus en cuestión, el SARS-CoV-2, será el acompañante de la humanidad durante bastantes años más. No obstante, las vacunas serán el contraveneno seguro de éste.
Pero más allá de cuestiones médicas, y tecnicismos biológicos, las vacunas son el elemento que permitirá el regreso de todo aquello que ya se añoraba. Si bien es cierto que en buena parte de nuestro país las actividades ya se habían reanudado, el estar vacunado implica tanto una seguridad cognitiva y afectiva frente a la enfermedad, como la verdadera liberación del encierro al que casi todos fueron sometidos.
Cada uno tiene, ya, un plan futuro para que, después del piquete y de los 21 o 28 días reglamentarios, reciba de vuelta ese pedazo de realidad que la epidemia mundial le arrebató. Mientras avanza la vacunación, acelerada por cuestiones electorales, desde los de más añejos hasta los más bisoños en el planeta, se van generando los compromisos que anuncian el verde en el semáforo social. Es cierto, no todo implica escapar del hogar como perro enjaulado. Pero tampoco implica salir sólo a tomarse sólo un refresquito en la miscelánea de la esquina.
Por ejemplo, los amigos, los más sanos, esos que en las redes sociales no paran de decirse que se extrañan, que se quieren y que no pueden vivir sin la compañía mutua, ya podrán muy pronto visitar, en cantidad, restaurantes, cafés y heladerías para repetirse una y otra vez todo lo que ya saben del otro gracias a sus respectivas historias, muros y timelines. Otros, menos sanos, se citarán en cantinas, bares y antrillos para, además de contarse lo que sucedió desde la última vez que se vieron, dejar escapar parte de todo lo reprimido durante la cuarentena. Pero los menos sanos, los más tóxicos, los que ya se habían visto underground múltiples veces, simplemente refrendarán en antros de mala muerte la amistad recíproca con brebajes, perreos, besos, vómitos y crudas colectivas. Y seguramente pasarán bastante días y noches para que los felices festejos postvacuna bajen su ímpetu.
Pero estar inmunizado tiene además su parte fea. Y no se relaciona con el miedo a las agujas, a las reacciones secundarias o al cuento del magnetismo que almas podridas siguen reproduciendo. Las vacunas traerán de vuelta también todas las actividades que ya se detestaban. Volverán, para los adultos, las labores en centros de trabajo y de estudio. Traerán consigo las levantadas aún sin el sol de por medio y el baño casi en estado de inconsciencia; volverán las camisas, los sacos y las zapatillas; se experimentará, de nuevo, el espantoso tránsito lento y los tumultos en el transporte público. Las prisas y el estrés, ahora casi inexistentes, retornarán con más fuerza e intensidad de lo esperado. Y con todo ello, se esperará, como antaño, cada fin de semana con poca inquietud y muchas ansias.
Pero más profundamente, se acabarán los días enteros en short, con gorras y en pies descalzados. Se terminarán los maratones de series y las interminables horas buscando qué comprar en Amazon y Mercado Libre. Se anunciará, asimismo, el adiós a las camas, sillones y demás rincones placenteros del hogar. Incluso, el comer en sentido estricto cambiará drásticamente. Ni qué decir de la utilización del baño personal y el tocador. Todo eso, parece, se esfumará o, al menos, será cosa menor en la próxima real normalidad.
Y la cuestión es ¿nos podemos regresar? No. Pero de todos nosotros depende que lo que venga después de las vacunas no sea peor que la pandemia, y peor que lo que había antes de ella. Afortunadamente, ese nuevo mundo todavía no llega, aunque ya se está filtrando de modo apresurado por todos lados.
Hay tiempo, sí, para cambiarlo. Y hay tiempo, además, suficiente para cambiarnos.