Necropolicía

Necropolicía

La muerte bajo custodia policial de la Dra. Beatriz Hernández Ruiz, ocurrida el pasado 9 de junio en Progreso de Obregón, Hidalgo, pone de manifiesto, una vez más, la perversa autonomía de la Policía como institución que asume la potestad necropolítica de dar muerte o dejar vivir. La necropolicía administra los cuerpos de las personas sometidas a su poder coercitivo y potencialmente mortal. Un poder ejercido, en la mayor parte de los casos, en el contexto de un Estado donde el cumplimiento de la Ley es la excepción y donde por lo general no hay límites ni consecuencias para los perpetradores.   

 

La detención de Beatriz no tiene al momento una justificación, menos aún su muerte. Bajo la amplitud de “mantener el orden”, la Policía y sus agentes hacen de la discrecionalidad su leitmotiv. Siete policías ya fueron detenidos acusados de feminicidio. Los agentes del orden son sujeto y objeto del sistema de opresión. Los agentes perpetradores también son desechables, sustituibles, sacrificables. Es el orden burocrático el que convierte a víctimas y victimarios en frías estadísticas y expedientes que terminarán archivados.

 

El gobierno necropolítico es cobarde, no asume culpas, busca dar trámite a los cuerpos desechables e incluso culpar a las víctimas de su propia suerte. Un abuso que trasciende mediáticamente no es una falla en el sistema de opresión, es su verificación como orden resiliente, que se reacomoda, pero no desaparece. Por eso, la agenda de la reforma policial y no de la abolición policial, es un incentivo para la inmanencia del arte de gobernar matando.       

          

En las democracias liberales funcionales, la Ley a veces se aplica, los agentes del orden son profesionales y existen robustos aparatos burocráticos para procesar y cuantificar la letalidad de las fuerzas represivas del Estado. En esas democracias capitalistas realmente existentes, el Estado mata selectivamente y no de forma indiscriminada, opera más la biopolítica que la necropolítica; el poder, sobre todo, domina cuerpos y crea formas de vida.

 

Así, en Reino Unido, la Oficina Independiente de Conducta Policial (IOPC por sus siglas en inglés), provee estadísticas anuales sobre muertes en custodia policial: 18 en el año fiscal 2019-2020, por ejemplo. Además, estudia cada una de esas muertes, arrojando que la mayor parte de estas personas tenían una enfermedad metal o eran usuarias de drogas. En Estado Unidos, el gobierno ha sido más ineficaz en tener un registro fidedigno sobre muertes bajo custodia policial, pero existen ejercicios ciudadanos y académicos por llevar ese conteo. Por ejemplo, la organización UnidosUS, que reivindica una agenda de derechos de la población latina, ha contabilizado que, de 2014 a mayo de 2021, 15,085 personas han muerto bajo custodia o en enfrentamientos contra la Policía.           

  

En las democracias deficitarias, donde los Estados son de permanente excepción, como en México, no hay siquiera un registro rudimentario de muertes bajo custodia policial. En ese contexto, más que administrar vidas, el poder soberano opera dando muerte. Como argumenta Mbembe en su conocido ensayo sobre la Necropolítica, la soberanía es el ejercicio de la decisión sobre “quién puede vivir y quién debe morir”. Según la inoperante mitología liberal en los Estados de excepción, supuestamente la Policía puede matar con base en protocolos y en legítima defensa; pero en la realidad, las llamadas por el mismo Mbembe “funciones mortíferas del Estado”, se ejecutan con impunidad y sin control alguno.

 

En el pasado reciente, Estados de excepción permanente como Guatemala y Venezuela han introducido la figura de sendas Comisiones Nacionales de Reforma Policial. Apostaron a más y mejor Policía. En medio de sistemas operantes para dar muerte, sus resultados están a la vista. Probablemente, disminuir la letalidad del Estado implica, antes que reformar su Policía, transformar al Estado mismo. Con reivindicar la vida y exigir justicia, se podría ir dando el primer paso hacia esa ruta.

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