El populismo es el terror de los plutócratas y sus voceros. Le temen tanto que lo personalizan, le quitan el pueblo y le dejan al líder. Distanciándose del uso del populismo como adjetivo negativo, Carlos Fazio lo retoma en su fenomenología política. Ello en su último libro <Plutócratas y populistas: La tentación del poder en tiempos de posverdad> (Grijalbo, 2021). En él, el periodista y profesor, recorre varios temas fundamentales para la comprensión de la compleja coyuntura política mexicana, desde la formación de la Guardia Nacional hasta los casos Lozoya y Cienfuegos, pasando por temas que ha tratado en otras de sus obras, como la injerencia de los Estados Unidos, la manipulación mediática, la militarización o la contrainsurgencia. Dentro del collage temático que ofrece su libro, como lo señala el propio título, destaca la identificación del antagonismo clave entre una élite de ricos poderosos y un pueblo que, a trompicones, trata de articular un proyecto de país en ruptura con la plutocracia. La lectura populista de Fazio sí tiene pueblo, por eso es distinta a la literatura antipopulista que por populismo entiende un estilo caudillista de gobernar y no un fenómeno social.
El populismo, señala Slavoj Žižek en su famoso ensayo <Contra la tentación populista>, es “lo político en estado puro”; no tiene un contenido político per se, es una inflexión del espacio social que pude tomar diversos rumbos entre derechas e izquierdas. La condición de posibilidad del populismo es la subjetivación política de un pueblo. Desde la conocida perspectiva de Ernesto Laclau, el pueblo emerge como sujeto político cuando una serie de demandas populares se encadenan. El pueblo existe como lucha política democrática. Pero hay quien cree que el populismo es la idealización de una idea de pueblo en contraposición a una élite y su institucionalidad.
Como subjetivación política, el fenómeno populista es una construcción identitaria: la creación de un “nosotros” y un “ellos” antagónico. Dicha definición adversarial no está definida previamente; nace del antagonismo por la conquista de la hegemonía en una sociedad. El populismo es pues una forma de identidad construida en contraposición a una idea de élite adversaria. El pueblo como “nosotros” no puede ser homogéneo, es conglomerado de demandas. Quien concibe la homogeneidad de un pueblo “puro” y una élite “corrupta” es el líder, no el populismo, que es fenómeno, no una persona. Y como fenómeno, la articulación de demandas democráticas radicales está más vinculada a la emancipación que al caudillismo.
Diversos personajes a lo largo del espectro político, desde Bernie Sanders hasta Donald Trump, pasando por Chávez y Maduro, han sido calificados como populistas. Pero como adjetivo, populista es una etiqueta personalizada que anula la fenomenología del pueblo como sujeto político. El populismo como atributo de un líder deja de ser articulación de demandas populares para pasar a ser un estilo personal de gobernar.
Jan-Werner Müller, autor del libro <¿Qué es el populismo?> (Grano de Sal, 2017), es un fiel representante de quienes conciben un populismo sin pueblo, pues lo ven como atributo de líderes políticos, no como subjetivación política en la sociedad. Más que describir al populismo, autores como Müller describen al líder populista. Los populistas, señala este autor, son antielitistas, antipluaralistas, se asumen como únicos representantes de un pueblo homogéneo, idealizado, “moralmente puro”. Los populistas, dice Müller, polarizan a la sociedad, tratan a los opositores como “enemigos del pueblo” y buscan excluirlos. El populismo, según esta visión, es clientelar y pretender suprimir a la sociedad civil. Por eso el populismo, concebido así, con líder pero sin pueblo, es una “amenaza a la democracia”. Esa es una lectura compartida por quienes no sólo se oponen a un caudillo, sino a un pueblo articulado, al que temen y desprecian.