Durante el año pasado, cuando el encierro tomaba más fuerza a causa de la emergencia sanitaria por COVID-19, se pensaba que éste sería largo y que las condiciones de la cuarentena serían más o menos estables: no escuela, no trabajo, no centros comerciales, no gimnasios, no antros, no paseos, no saludos, no abrazos, no besos. Todos tenían bastante claro que su morada iba a ser el testigo diario de todas las actividades que, en otros contextos, cada uno realizaba por su lado. Incluso con tales actividades, el ambiente del hogar encajaba perfectamente con el tedio y el aburrimiento de un día específico de la semana: el del domingo. Sí, ese día donde no pasa nada, donde todo está cerrado, donde siempre hay sol, donde la tarde es triste y donde hay que esperar, de mala gana, el inminente lunes. La cuestión es que el lunes nunca llegaba. Y lo que era un día de introspección y autoobservación crítica, y voluntaria, se transformó en un día obligado de autoacusaciones y de autovigilancia permanente. Se tenía ciertas ventajas como no bañarse y arreglarse, pero también desventajas como despertar y actuar siempre en el marco de un domingo sin fin.
Quizá el único aliciente era que, terminada la pandemia, vendría esa nueva normalidad y, con ella, el regreso progresivo a las nuevas, o viejas, actividades. El problema es que la pandemia empeoró, las vacunas se dilataron y la desesperación invadió a la población entera. En lugar de esperar ese lejano lunes sin pandemia lleno de felicidad, de alegría por ver de nuevo a los propios, de caminar, como cabra en el monte, por las calles ya seguras de ciudad, la gente salió irresponsablemente de su encierro y regresó, de modo clandestino y kamikaze, a los gimnasios, a los parques, a las playas, a las fiestas, a las relaciones “vis-à-vis” y a agasajarse ya sin pudor. El domingo, así, fue forzado a terminar y el feo lunes apareció de pronto bajo el sello de una urgencia banal.
Un paréntesis. El nombre de este particular día proviene del latin “lunae”; por lo tanto, es el día de la luna, el “dies lunae”. Es el segundo día de la semana, según la tradición grecorromana; el día después del domingo feriado. La Iglesia Ortodoxa lo toma como el día en que se conmemora a los Ángeles. En el Islam y en el Judaísmo es un día especialmente de ayuno.
No obstante tales referencias, la norma internacional ISO 8601 lo adopta como el primer día de la semana. En la cultura occidental, se asume como el día que comienzan los negocios, el primer día laboral de la jornada de, al menos, cuatro días más. Quizá por eso se le han adjudicado a este día diversos caracteres negativos: el día para lavar la ropa, el día de la ansiedad, del enojo, de la histeria, de los suicidios. Incluso el día más triste del año, dicen, cae en lunes: el “Blue Monday”.
Entonces, cerrando el paréntesis, la cuestión es que el paso del domingo pandémico eterno hacia el lunes de trabajo se dio sin sobresaltos y sin que nadie se diera cuenta. No hubo rituales y no hubo una nerviosa noche que preparara para ello. De golpe, amaneció en lunes y todos se levantaron para bañarse, para rasurarse y para conectar las computadoras y tablets a la internet. Volvió el trabajo de oficina, las tareas escolares y las pinches juntas inesperadas. Regresaron los desayunos, las comidas y las cenas a horas siempre fijas.
Reapareció la ropa planchada, los zapatos boleados y el perfume en el cuello. Se reanudaron los viajes en el metro, en el metrobús y en el suburbano. Reapareció el tráfico, el smog y el ruido citadino. Llegó, de nuevo, el hartazgo, la ansiedad y el estrés. ¡Regresó el lunes! En otros tiempos y circunstancias, un día llegaba a su fin, la gente se dormía y amanecía en otro día. Después de cuatro de éstos, venía el fin de semana y había oportunidad para medio relajarse y olvidar del mundo. Pero eso no pasa hoy. La gente se duerme en lunes y amanece en lunes. Y cada día es idéntico al otro; se repite la misma rutina sin parar. No hay fines de semana, vacaciones o sabáticos que cuenten. Se es prisionero de un lunes perpetuo sin posibilidad alguna de escapar.
Se sabía ya que los lunes no eran buenos, pero lo vivido hasta ahora va más allá de ese umbral. Seguramente esta maldición llegó por haber roto la sagrada cuarentena. Igual que en el anterior domingo perenne de pandemia, no se sabe cuándo terminará el lunes o si se transformará en algo peor. Por lo pronto, no nos queda más que soportarlo, como penitencia, y esperar que llegue, pronto, pronto, un liberador día martes.