No es seguro que sea un pensamiento recurrente en la gente, aunque seguro sí lo es el que ya alguien haya reflexionado sobre cómo serán los días después del coronavirus. Para ese entonces, posiblemente o todos estemos vacunados contra la COVID-19 y exista un tratamiento efectivo contra ella o, con algo de suerte, esté totalmente erradicada. No se sabe, entonces, cómo serán las cosas, aunque tampoco es tan difícil imaginárselas.
En las calles, por ejemplo, las caras y gestos de los transeúntes serán de nuevo accesibles a la mirada humana. Por fin se podrá sincronizar el movimiento de la boca con los sonidos salidos de ella, sin que estén de por medio capas de algodón, pellón y poliéster. Ya no será obligado lavar el empaque del pan dulce procesado o la botella de refrescos adquiridos en la miscelánea de la esquina. Nadie, después de esos días, dejará que le apunten en la frente con un termómetro infrarrojo o que le vigilen cuidadosamente en los pasillos de los malls. Las marchas, los tumultos, los empujones y hasta las riñas callejeras regresarán para retomar su indiscutible función social.
En el transporte público, a diferencia del surfing humano practicado por semanas en el metro en movimiento, para evitar con ello tocar tubos, puertas o barandillas, se podrá volver a palpar todo lo que esté al alcance de manos y cuerpo y, por supuesto, todo lo que permita transportarse cómodo, incluyendo viajar sentado en el piso del vagón. No será necesario usar ropa exclusiva para ensuciarse en los buses ni llegar al hogar y despojarse, a la entrada, de todo lo que tuvo contacto con el exterior. Las manos recobrarán la suavidad natural, perdida trágicamente a causa de tanto jabón, gel antibacterial y desinfectante industrial. Y ni siquiera será forzoso comprar cremas especializadas.
En la facultades y escuelas, no importará hacer una búsqueda en las computadoras de la biblioteca, en teclados nunca sanitizados, y será posible consultar cualquier cantidad de libros sin riesgo, ni conciencia, de pescar alguna bacteria u hongo extraño. No será peligroso prender un cigarrillo, y compartirlo, en la cooperativa del cubículo estudiantil, con un encendedor usado por al menos 40 personas precedentes. No será un problema, igualmente, comer quesadillas, sopes o tacos en un plato de plástico azul que ha rolado entre los comensales por días enteros sin ser lavado o desinfectado. Los salones estarán de nuevo plenos de estudiantes y, afortunadamente, el pinche Zoom ya no existirá.
Para la oficina, de inicio, será posible volver a emplear todos los días la secadora y la plancha del cabello. Lo mismo, usar las bellas zapatillas y los caros accesorios coordinados con el traje sastre que tanto gustaba y abandonar, por fin, los pants, shorts y playeras despintadas propias del outfit pandémico. Asimismo, se podrá respirar de nuevo ese olor, artificial, tan característico del aire acondicionado de los edificios inteligentes, y que acompaña la humanidad del oficinista incluso los fines de semana. Será posible pasar con las manos los torniquetes al ingreso, tocar los botones del elevador, emplear los utensilios y electrodomésticos del comedor y compartir gadgets y enseres informáticos sin pudor vírico alguno. Y no se debe olvidar, obviamente, que el regreso a las labores diarias regularizará, también, los hábitos alimenticios y la higiene del sueño antes alterados.
En los antros, no habrá recato para circular la misma bebida entre más de cuatro. No importarán los roces, los sudores compartidos, ni las respiraciones directas de humores ajenos. Se podrá bailar, cantar y orinar junto y con el otro. Desconectarse, y ser mala copa, quizá sea en algunos casos bien visto. Y así, las noches sociales de finde regresarán y el after se prolongará, con suerte y resistencia, toda la semana.
Posiblemente sea muy temprano para expresarlo, o tal vez sean las esperanzas por tener de regreso las posibilidades vitales que se tenían antes de la pandemia. Pero todavía falta, al menos, un año más para que esos magnos días aparezcan en nuestro calendario y para que podamos reejercer tales acciones como si el virus en cuestión nunca hubiera existido o como si ya no tuviera alguna importancia en nuestras vidas.
No es preciso que tales días se planeen. Tampoco que se vaya restando cada día que aparezca en la agenda. Sólo hay que sentarse y, con ánimo relajado, darle tiempo al mundo para que esos bellos días, en algún momento no muy remoto, se presenten e iluminen de nuevo nuestras vidas.