El Diccionario Filosófico de Voltaire dice que la envidia es una pasión vergonzosa. Pero es, a palabras de Bernard de Mandeville, útil y conveniente. Es tan natural en el hombre como el hambre y la sed: “Si queréis que vuestros hijos se odien, mimad más a uno que a otro y lo conseguiréis”. Del latín “invidia”, del verbo, “in-video”, refiere, como lo hace el de Centeno, mirar con malos ojos, torcidamente. Implica, pues, negar, privar; es algo empotrado en lo visual. Es el “¡qué me ves!”.
Pero la envidia no es motivo para avergonzarse frente al otro, puesto que nunca, o casi nunca, se acepta. Internamente, asiste a muchos a vencer sus propias barreras: “Rafael no habría sido tan egregio pintor si no hubiera envidiado a Miguel Ángel”. Así, dice Voltaire, la emulación no es más que la envidia contenida en los límites del decoro. Pero no siempre es positiva; o más bien, casi siempre es negativa. Es el negro sentimiento de quien ve a alguien disfrutar de algo. Por lo tanto, hay que quitárselo o arruinarlo. Los psicólogos y psicoanalistas, que siempre salen con sus cosas, sitúan su aparición en experiencias de la primera infancia. No obstante, los adultos, ya bien adultos, siguen ejerciendo la envidia como si los años no les hubieran pasado. Valen algunos bonitos ejemplos en diversas situaciones:
En la niñez, cuántos cachetadones, del hermanito al recién nacido, no se habrán visto en cada familia; el amor de la madre no es cualquier cosa. El “si no me das, te lo quito” es quizá la mejor frase que adelanta que el nene, en el futuro, será un gran capitalista. Las reiteradas acusaciones, de verdad y de mentira, de faltas exhibidas frente a familiares y amigos, también son de cuidado.
Cuando se crece, la envidia se esparce por todo el hogar. Se deja pudrir el Gansito en el refrigerador antes que donarlo a algún hermano o al papá, aunque éste siempre lo puede comer sin importarle su fecha caducidad. El guardarropa y los accesorios se vuelven objetos de envidia cuando no se tienen, cuando no se prestan, cuando se usan a escondidas o cuando, ya viejos, se donan al más pequeño. Y qué decir cuando los triunfos de los consanguíneos se convierten en una filosa piedra en la vesícula del hermano no tan exitoso.
En la escuela, el envidioso se deja notar al preguntar por la revisión de la tarea, al recordarle al profesor la fecha exacta del examen, que es ese mismo día, y al atiborrar de preguntas, sin posible respuesta, al grupo que le toca la presentación. En el salón de clases, el envidioso cumple con todo, no para ser el mejor, sino para que se note quién es el peor. Y, por lo regular, siempre lo logra.
En el edificio, qué tal cuando el del 208 se compra un auto nuevo: “lo sacó a pagos”, “ni es de agencia”, “al rato se lo roban”. Y, misteriosamente, el vehículo amanece con un rayón por día, hasta que la bilis del envidioso se procesa por fin en su aparato digestivo. Cosa parecida cuando el vecino hace un boxing, en el pasillo, de su pantalla 5K de 55 pulgadas; ahí hay dos opciones: o se adquiere una de 65 o se le baja el switch todas las noches.
En la oficina, la envidia se materializa en el registro y juicio exacto de la ropa que los compañeros portan cada día: “ese pantalón lo usó dos veces esta semana”, “no sabe combinar”, “ya no le queda”, “lo compró en el tianguis”. El lugar en el organigrama es igualmente motivo de discordia: “no sé cómo pudo llegar ahí”, “es amigo del gerente”, “los del sindicato lo protegen”. Incluso las relaciones amistosas, en el centro de trabajo, son motivo de envidias: “es muy joven para él”, “tiene amante”, “ya está viejo para eso”.
En esta época pandémica, también hay ejemplos significativos: Las llamadas al 911, reportando fiestas y reuniones, no son sino por envidia. Cuando se llama, se finge la voz, se da un nombre falso y, sin decoro, se inventan delitos. Misma llamada y mismo contenido, por cierto, que se hace cuando no se quiere que la o el “ex” tenga nueva pareja. O cuando se comentan las fotos vacacionales en Facebook con un “¿qué no estamos en pandemia? Es cierto que el vacacionista está de faltoso, pero el comentario es, sin duda, envidioso.
No se sabe si la envidia es un motivo para quemar ruda son sal, para ir a terapia o para ir a la cárcel. Lo que sí se sabe es que es altamente productiva y suficientemente negativa. Ante la imposibilidad de suprimirla o aligerarla, quizá hoy en día sea mejor sufrirla que ejercerla. Pero, si no se puede, hay que practicarla así, sin ninguna vergüenza.