Crimen y transición a la democracia

Crimen y transición a la democracia

La violencia, particularmente del crimen organizado, acompañada de instituciones de seguridad autoritarias, es rasgo distintivo de democracias deficitarias. Esto es objeto de discusión en dos importantes libros recientemente publicados: Authoritarian Police in Democracy (Cambridge University Press, 2021) de Yanilda María González y Votes, Drugs, and Violence (Cambridge University Press, 2020) de Guillermo Trejo y Sandra Ley.

Trejo y Ley aclaran que el Estado y las organizaciones criminales no son dos entidades autónomas. Tienen un área de intersección que los autores llaman “zona gris de la criminalidad”. Un concepto similar al de parapolítica o Estado profundo, que refiera al espacio de relaciones entre actores estatales y criminales. Tal confluencia es propia de los regímenes autoritarios, pero subsiste en las democracias débiles donde sobreviven actores autoritarios del sector seguridad y justicia. En ese contexto de democracia deficitaria (iliberal, de acuerdo con los autores), los procesos electorales terminan siendo un campo de acción estrechamente vinculado a la zona gris.

El libro de Trejo y Ley abarca desde los años 90 hasta 2012. Tomando distancia con una periodización muy común que identifica el inicio de la violencia de las organizaciones criminales con la declaratoria de guerra contra los cárteles del expresidente Felipe Calderón. Sin exonerar al michoacano de su responsabilidad histórica como potenciador de la violencia, Trejo y Ley analizan un periodo previo, donde la alternancia partidaria a nivel subnacional llevó a las organizaciones criminales a enfrentarse violentamente. Ese choque violento (auténtica guerra por sus niveles de letalidad) sí se agudizaría en el gobierno de Calderón.

Trejo y Ley presentan una cronología de la industria de las drogas ilícitas en México que va de la coexistencia relativamente pacífica de los 80 al inicio de la guerra entre cárteles en los años 90, misma que se recrudecería significativamente tras el lanzamiento de la guerra calderonista. Esa ruta empata con el proceso de transición a la democracia electoral en el país. En ese contexto, es que las organizaciones criminales han encontrado acomodo en la frágil democracia mexicana, conquistando el poder sobre todo en el orden municipal (donde la alternancia precedió a la del gobierno federal), instalando lo que los autores reconocen como “regímenes de gobernanza criminal subnacional”.

Para 2012, los autores identifican que un tercio de la población nacional vivía en el 10% del territorio nacional sujeto en mayor o menor medida a dicha gobernanza criminal. Entre 2007 y 2012, Trejo y Ley contabilizan 311 ataques letales en contra de funcionarios gubernamentales y candidatos municipales. Al hacerse del poder local, las organizaciones criminales han diversificado sus actividades, extrayendo renta de la población (por medio de actividades delictivas como la extorsión y el secuestro) y de los territorios (incursionando en la extracción de recursos naturales). Las organizaciones criminales son actores políticos de facto, sin ideologías claras ni lealtades partidarias, pero con la posibilidad de coaccionar a la población y controlar territorios.    

Una explicación que encuentran Trejo y Ley a la paradójica expansión de la violencia criminal en el contexto de la democratización pluripartidista, es que las élites mexicanas que dirigieron el tránsito del autoritarismo a la democracia partidista omitieron impulsar una reforma al sector seguridad (incluyendo reformas militar, policial y judicial) y no implementaron mecanismos de justicia transicional para investigar y sancionar los crímenes del pasado autoritario. No se consolidó un Estado de derecho y actores político-criminales (particularmente del aparato represivo) operan aún en el marco de la democracia electoral. Por ello, más que una disuasión, los procesos electorales terminan siendo campo de acción de la zona gris de la criminalidad.

Ley y Trejo proponen que las “élites democráticas” identifiquen y remuevan a los actores autoritarios que operan en las redes entre Estado y crimen organizado, además de que las fuerzas de seguridad sean más transparentes y objeto de supervisión civil. Aunque es probable que, siguiendo los mismos términos de los autores, esas “élites democráticas” también sean partícipes de la zona gris. De ese modo, más que reforma policial o de seguridad, quizás la agenda pendiente sea la de una reforma del Estado con participación popular, no sólo de élites. Por otro lado, apostar por la optimización de una democracia liberal de élites tal vez tampoco sea el camino seguro a la paz en democracia. Explorar formas alternativas de representación y participación más allá de lo electoral es una de esas posibles rutas alternas.  

El libro de Yanilda González es muy coincidente con la línea argumentativa de Trejo y Ley. González focaliza el caso de la persistencia de las policías como enclaves autoritarios en las democracias latinoamericanas, estudiando en particular los casos de la provincia de Buenos Aires, Argentina, Sao Paulo, Brasil y Colombia (por cierto, es común que la academia estadounidense generalice para toda América Latina sus conclusiones derivadas de estudios sobre algunos países de la región). Para la autora, la policía autoritaria persiste no por la ausencia de democracia sino, paradójicamente, gracias a los procesos electorales y a las expectativas de los electores.

Para explicar la existencia de una función policial autoritaria en el contexto de una democracia pluripartidista, González propone la figura de un cotinuum de coerción autoritaria y democrática. Mientras la coerción autoritaria sirve a los intereses del líder, es excepcional y no incorpora mecanismos de rendición de cuentas; la coerción democrática supuestamente protege a los ciudadanos del crimen y la violencia, es gobernada por la ley y sí incorpora mecanismos externos de rendición de cuentas. Como la coerción realmente existente oscila entre ambos polos del continuum, es posible identificar modos de coerción autoritaria en contextos políticos democráticos, aunque cuesta trabajo hallar formas de coerción democrática en regímenes autoritarios; tan difícil como reconocer un caso puro de coerción democrática.

Así como la presión del electorado incentiva a los actores políticos a preservar el status quo de la coerción autoritaria, en teoría, también impulsaría procesos de reforma democrática de las policías; pero para ello se requeriría una cultura ciudadana ajena a la predilección por la mano dura. Tal vez estamos, en el caso mexicano, muy lejos de la aspiración colectiva por una coerción democrática y en cambio hay una preferencia por la demostración de fuerza del Estado, incluso con actores militares.              

En ambos libros se hace referencia a los casos de Guatemala y El Salvador. Países que tras sus conflictos armados fallaron en la creación de “nuevas” policías civiles. En dichos procesos de reforma policial se infiltraron viejos actores autoritarios que hasta hoy en día dominan sus respectivos sistemas de seguridad. Además de que, sobre todo en el caso salvadoreño, la justicia transicional se vio interrumpida por la connivencia de actores que pasaron de ser enemigos en una guerra a cómplices de la impunidad. Por eso, antes que apostar ciegamente por una reforma idealizada o preferir un modelo particular de democracia liberal-electoral, tal vez hacer cuentas con el pasado y construir una democracia desde abajo y no sólo con partidos y élites, pueda ser funcional para atajar la violencia. Eso ha funcionado a escalas micro; en países completos es una apuesta quizás tan irrealizable como la “coerción democrática” o la transición democrática exitosa.

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