Poco falta para que, cronológicamente, se celebre la noche de la conclusión del año viejo y el inicio del año nuevo. El calendario gregoriano, instituido en 1582, lo establece en el umbral del 31 de diciembre y el 1 de enero. Antes de tal establecimiento en Occidente, este evento se efectuaba al inicio del mes de marzo (Martius), el primer mes de la primavera, exactamente cuando se daba la toma de posesión de magistraturas anuales, como cuando se decidían e iniciaban las campañas militares en la Antigua Roma. En el año 153 a. C., hubo una reforma en el calendario clásico y se dio el cambio del ciclo lunar al ciclo solar. En consecuencia, fue el primer día del mes de enero (Januarius), el antiguo número 11 del año, cuando se consagró el referido inicio. Con Julio César, por supuesto, se mantuvo la tradición en la que se dedicaba este comienzo al mes de Jano, cuestión que ha durado hasta el presente.
La referencia a Jano implica su conceptuación como el dios de los portales, de los comienzos, de los finales, de las transiciones. En la mitología romana es representado con dos caras (Jano Bifronte) mirando a ambos lados de su perfil. Se narra que al dios Saturno, destronado por Júpiter, se le dio asilo en el reino de Jano. Como gratitud, convirtió a éste en un dios y le dotó del poder de ver el pasado y el futuro, de controlar cielo y mar, de observar Oriente y Occidente, simultáneamente, y de controlar el tiempo y equilibrar el cosmos. Igual expresión, cuando se le significa dirigiendo la apertura y cierre de puertas a la llegada de almas a la Tierra, en el nacimiento, como al abandono de sus cuerpos físicos, a la muerte.
Pues bien, esta próxima noche del 31 de diciembre se marcará la transición de un viejo año hacia uno nuevo. La costumbre señala que esa noche se darán lugar diferentes rituales y celebraciones en todo el mundo. En algunas civilizaciones antiguas los festejos se realizaban durante 12 días, entre abril y marzo, en atención a las nuevas cosechas, a la fecundidad y al amor. Así, se celebraban banquetes con abundante comida y regalos, y se realizaban variadas prácticas sexuales sin importar el estatus social de los participantes. Contemporáneamente, siguen prevaleciendo las reuniones, las cenas y los brindis, acompañados de una mezcla de rituales de todo tipo: el plato de lentejas en la cena; el choque de las copas para alejar al “malo”; las 12 uvas por cada campanada; las doce velas de los deseos; los seis huevos cocidos para la fertilidad; la procesión con maletas para los viajes; los lazos rojos para el amor; los monederos plenos de monedas para la prosperidad; el barrido nocturno del hogar; la expulsión de agua por la ventana; la portación de ropa íntima de colores y objetivos particulares.
Tales prácticas indican, sin duda, el veredicto sobre un periodo que se va y lo que se espera y desea para el que viene. No obstante, en el actual caso no parecen tener mucho sentido. De modo cronológico, el año termina, sí, pero el año, de modo histórico, no lo ha hecho. Este año, como se sabe, es el del reinado de la pandemia; éste comenzó con ella y terminará, lógicamente, cuando haya concluido. Todo aquello que se suspendió o postergó a causa de ella, tiene que consumarse obligatoriamente para cerrarlo. Todas aquellas fechas, eventos, programaciones, términos que no pudieron darse, tendrán que cumplirse para
poder zanjarlo propiamente.
El problema es que no se sabe cuándo terminará este año. Tampoco se sabe cuándo comenzará el otro. Posiblemente, la única seguridad que se tiene es que este año puede durar incluso más y que la sensación de ese tiempo estacionado, de ese tiempo donde no pasa nada, puede inundar todavía más nuestras vidas.
Este 31 de diciembre quizá no sea muy auténtica la celebración del término de un año. Pero lo que sí será auténtico es el deseo, con todas las ganas posibles, de que un lejano año nuevo llegue muy pero muy pronto.
Mientras tanto, para todos, ¡feliz (lejano) año nuevo!