La idea de que el 2020 no comenzó en enero, con las fiestas cíclicas del nuevo año (etiqueta, cena, uvas, sidra, campanadas, propósitos y pirotécnica), sino con la pandemia, es algo que todos saben bastante bien. Lo mismo, la idea de que el 2020 no terminará con el ritual habitual, sino cuando el SARS-CoV-2 permita ejercer al humano la vida que, al presente, no puede llevar e incesantemente añora. Incluso, cuestión curiosa, el 2020 podría durar hasta el lejano 2022 cronológico. Pero más allá de eso, este tiempo en reclusión no parece ser el justo parteaguas del que hablaban los “especialistas”. Más bien, se parece mucho a la forma corriente de uno de nuestros días cualquiera; por ejemplo, a la del día precedente al lunes y consecuente al sábado: ¡sí, al domingo!
Este primer día litúrgico cristiano es, ya secularizado, un día decididamente de descanso social y laboral; es un día de cavilación, de resignación, de guardar. Pero cuando se dice que el encierro pandémico es parecido al dominĭcus dies, no quiere decir que durante estas semanas los ciudadanos del mundo se aboquen a descifrar intelectualmente el universo o a reivindicar la introspección y/o la autoobservación crítica. Quiere decir, llanamente, que la reclusión por la pandemia es un aburridísimo domingo.
De inicio, el sábado no es un día, sino una noche, y si ésta puede ser tan agitada es porque lo que le sigue es el domingo: un día que es sólo día. Es algo así como el carnaval, la fiesta de la carne, previo a la cuaresma. Entonces, el domingo inicia cuando la gente despierta después de esa noche y no cuando el reloj digital indica 00:00:00. Durante la cuarentena actual, el “amanecer” se da en un domingo soleado, eterno y sin sucesión. Los ojos se abren sin el miedo a descubrir otro día usurpador donde haya que levantarse de modo intempestivo; se sabe y se asume que es domingo; y así la gente se despierta y, si aplica, se levanta.
En el domingo, de manera normal, no hay baño forzoso ni ropa especial. El agua de regadera es opcional y el outfit reglamentario, cuando hay que cambiarse la ropa de cama, implica la clásica deportiva, bermudas, playeras de partidos políticos, leggins o, ya exagerando, pescadores. El problema del encierro es que el domingo no se acaba y la ropa sí. Es ineludible que las compras online y los pocos accesos a tiendas físicas sigan la lógica de robustecer el armario sin siquiera imaginar qué hacer en un futuro con tales prendas, muchas de ellas idénticas en color y diseño.
El calzado es un tema importante. Los zapatos formales, las zapatillas, las botas, incluso los tenis costosos de calle, yacen hace muchas semanas arrumbados, pisados, polvorientos, detrás de las puertas, debajo de la cama o, los muy elegantes, en sus cajas o en el zapatero. Lo de hoy, lo de domingo largo de pandemia, son las chanclas, pantuflas, sandalias, huaraches, Crocs o el pie pelón. Incluso si se tiene que salir a lo esencial (súper, banco, panadería, miscelánea o a que defeque la “bendi”), el estilo no desaparece.
El domingo es familiar y hay que verle, obligadamente, la cara a la familia. Ya sea a los papás, hermanos y mascotas, o a la pareja y, si hay, a la descendencia. Quizá ésta sea la parte más siniestra de la cuarentena, ya que se tiene que fingir convivencia colectiva y concordia con el otro para llevar a bien lo largo del domingo. El problema es que no se puede ser hipócrita tantas horas. La tarde de ese día, por lo regular, es más llevadera porque a esas alturas ya se provocó un problema en el hogar y es posible, sin justificación, encerrarse en el cuarto propio, o en el baño, sin hablarle a nadie más.
Este día también es el elegido para realizar pequeñas reparaciones al hogar. Desde apagadores, clavijas, la puerta que rechina, la llave con fuga y hasta la limpieza profunda de la caja de herramientas. Pero este gusto se termina cuando se oye la sentencia, interna o externa a la cabeza: como que ya hace falta una resanadita/pintada, ¿no? Lo lúdico da paso a lo a fastidioso y la morada se convierte, en pocas horas, en un terreno minado de polvo, yeso, pintura, periódico, plásticos y ropa hecha bolas. Quizá lo único bueno del caso es que, ante la falta de tiempo y espacio para cocinar, las tortas de milanesa o la pizza con refresco de dos litros le dan el toque bueno a lo que era una ya calamidad.
Y el ocaso del día se llena con TV. Nuestros ancestros veían Siempre en Domingo, con Raúl Velasco, o cualquiera de las ocho entregas de La Risa en Vacaciones. Actualmente, las series en Prime, Netflix o las bajadas en torrents, son las que inundan la mente y los corazones pandémicos. La cosa es programar un “serietón”, cada domingo (es decir, “todos los días”), para olvidarse de las obligaciones pasadas y las puntuales del día siguiente. Hoy, éstas son la principal ventana para, sentimentalmente, acordarse de la existencia del mar, de los viajes, de los “pueblos mágicos”, de los países exóticos, de las caminatas urbanas, de los antros, de los bailes, de los moteles, del shopping, de las palomitas del cine, de la amistad, del (inexistente) amor.
Y todo esto pasa en un único día: en un domingo perenne y duradero. Un historiador francés, Georges Duby, escribió en una de sus obras una suerte de historia de larga duración a través de una batalla de ¡un solo día!: Le dimanche de Bouvines. Nuestro domingo de encierro, el que corresponde a la enfermedad mundial COVID-19, todavía no termina. Pero un día, como seguramente ocurrirá, concluirá este largo y extraño curso. Comenzará entonces una nerviosa noche que, después de bastantes meses, precederá el fin de la pandemia. Será la primera vez, después de mucho, que el domingo tendrá noche. ¡Y vendrá, por fin, el ansiado lunes del resto del tiempo del mundo!