El triunfo de la estupidez

El triunfo de la estupidez

“El triunfo de la estupidez” es el título de un cándido poema de T.S. Eliot (1910) y de un artículo de Bertrand Russell (1933), donde el sabio británico, anticipándose a la barbarie nazi, denunciaba que el problema del mundo moderno residía en la seguridad de los estúpidos y las dudas de los inteligentes. Pero la continuidad del reinado de la estupidez humana hasta nuestros tiempos no es asunto de un siglo. En 1511, la estulticia tomó la palabra con la pluma magistral de Erasmo de Róterdam, quien desde entonces mostró el vigoroso vínculo entre la juventud, la necedad, la locura y la estupidez; de ahí que su libro haya sido traducido al español principalmente de dos formas: “Elogio de la locura” y

“Alabanza de la estupidez”.

 

Los pleitos tuiteros entre pseudointelectuales orgánicos del régimen, los desvaríos de un agiotista multimillonario, los bobos videos de un estólido político y su esposa o las vacaciones playeras de un alto funcionario público, no inventan la estupidez, la reivindican como inmanencia. La novedad es que ahora la estupidez tiene en las redes sociales de internet un canal de difusión mayor que los medios masivos del pasado.

 

La estupidez es un serio objeto de estudio filosófico. Jaime Araujo la concibe como la incapacidad de orientar la propia vida con base en el pensamiento y la toma de decisiones. Pete Lenox señala que la estupidez radica en no identificar aquello que no sabemos y actuar como si se supiera; tornándose en criminal cuando se trata de imponer a los otros. Para Sacha Golob, la estupidez es una forma distintiva de daño cognoscitivo que ha adquirido ya las dimensiones de problema de salud pública. Johan Erdmann identificó en 1866 que la estupidez se vinculaba con la estrechez de miras, en ser un mentecato que sólo toma en cuenta su propio punto de vista. En la Grecia clásica, el idiota era aquél que no participaba de los asuntos púbicos, absorto en su visión del mundo.

 

En 1932, el profesor Walter B. Pitkin publicó su “Breve historia de la estupidez humana”. Tan breve que tiene más de 300 páginas. Paul Tabori también intentó narrar esa historia, encontrando que el mundo siempre ha estado lleno de “payasos, simplotes, badulaques, papanatas, peleles, zotes, bodoques, pazguatos, zopencos, estólidos, majaderos y

energúmenos”.

 

La omnipresencia de la estupidez tiene representaciones paradigmáticas, como la burocracia, definida recientemente por David Graeber como “la forma de organizar la estupidez”. Bastante estúpidos son también los banqueros y los influencers; ni qué decir de los banqueros tuiteros. Piergiorgio Odifreddi escribió un “Diccionario de la estupidez”, donde en la entrada “banqueros”, se lee que estos son “parias de la sociedad y repudiados por Dios”. En su última compilación de columnas de opinión bajo el título “De la estupidez a la locura”, Umberto Eco lanzó una aguda crítica a la máxima Tuiteo ergo sum.

 

Pero si un sector es estúpido por antonomasia ese es el de los autonombrados intelectuales. En su “Panfleto contra la estupidez contemporánea”, Gabriel Sala propone una interesante taxonomía sobre estos especímenes. El “intelectual popular”, nos dice Sala, es el que “ha salido por televisión o publicado cualquier cosa en cualquier parte”, aspirando sobre todo a trabajar para el poder. El “intelectual de pacotilla” es el “intelectual sin intelecto”, amante de la televisión y las tertulias radiofónicas, experto en repetir tópicos vacíos. El “intelectual veleta” busca figurar en todo y comprometerse en nada. El “intelectual de clausura” está enclaustrado en el ámbito universitario. Por lo general, estos aspirantes al intelecto suelen tener miles de seguidores en sus redes sociales y jugosos contratos con el gobierno en turno.

 

Carlo Cipolla formuló “Las leyes fundamentales de la estupidez humana”, que son cinco. En resumen: 1) subestimamos al número de estúpidos que hay en el mundo; 2) la probabilidad de que una persona sea estúpida es independiente de cualquier otra de sus características; 3) los estúpidos causan daño a los demás sin tener un provecho para sí; 4) los no estúpidos siempre subestiman el potencial nocivo de los estúpidos y 5) el estúpido es la persona más peligrosa que existe.

 

Las leyes de Cipolla han sido objeto de interesantes profundizaciones. En su “Breve tratado sobre la estupidez humana”, Ricardo Moreno coincide en que la estupidez es más dañina que la maldad. Giancarlo Livraghi buscó complementar los postulados de Cipolla en una serie de entregas sobre “El poder de la estupidez”, concluyendo que la fuente más grande de los terribles errores es, precisamente, la pura estupidez. También reflexionando sobre el poder, José Antonio Terán lo ha definido como “la capacidad para cometer estupideces”.

 

A final de cuentas, como postula Jean-Francois Marmion, al parecer todos somos de alguna forma estúpidos para alguien. Aunque algunos tienen mucha fama, dinero y seguidores, revindicando, aparentemente de forma involuntaria, su estupidez.

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