La culpa no fue de los murciélagos

Hay años que duran más de 365 días. El año de la pandemia, por su duración, no puede encapsularse en una medida temporal con inicio y fin. Empezó en 2020 y no sabemos cuándo terminará.  Cada sujeto lleva sus pandemias y como colectividades agraviadas es necesario pensar que la culpa de las crisis actuales no fue de un murciélago, sino del sistema desigualdad bajo el cual transitamos la vida.    Siguiendo con la terquedad epistemológica de buscar enseñanzas en un virus, resulta fundamental atajar a los biolo

“Cada reduccionista necesita su analogía favorita”.

Thomas Nágel -¿Qué se siente ser un murciélago?

 

Hay años que duran más de 365 días. El año de la pandemia, por su duración, no puede encapsularse en una medida temporal con inicio y fin. Empezó en 2020 y no sabemos cuándo terminará.

 

Cada sujeto lleva sus pandemias y como colectividades agraviadas es necesario pensar que la culpa de las crisis actuales no fue de un murciélago, sino del sistema desigualdad bajo el cual transitamos la vida. 

 

Siguiendo con la terquedad epistemológica de buscar enseñanzas en un virus, resulta fundamental atajar a los biologicistas y sus tesis unidimensionales que quieren culpar a un ente que no goza de las propiedades del arrepentimiento: los murciélagos.

 

Dicen que fue culpa de las mutaciones biológicas que poco a poco transitaron de un cuerpo animal a un cuerpo humano, pero les falta decir que el cuerpo humano está inscrito en un sistema desigual, devorador y destructor, que no solo agravó las incidencias de la aparición de un nuevo virus, sino que condenó a la muerte y a la precariedad, como siempre, en su corta historia, a los más vulnerables, a los subalternos, a los peones del juego.

 

Las tesis biologicistas tampoco asumen que el capitalismo es el culpable de acabar con los ecosistemas, los hábitats, la vida de muchos animales y, a su vez, acelerar los ciclos de las especies, por lo que las fronteras temporales de la naturaleza se mueven al capricho y el tempo de la producción desaforada.

 

El cuerpo humano hospedó al virus, ese mismo cuerpo humano que tras décadas de capitalismo consume basura, se alimenta de cosas imposibles de pronunciar y cuyos hábitos alimenticios saludables únicamente son posibles para las clases privilegiadas. El murciélago no tiene la culpa de que 1 900 millones de adultos tengan sobrepeso en el mundo o que en México haya 10 millones de personas con diabetes, mucho menos que 1 de cada 4 mexicanos padezca hipertensión.

 

El capitalismo ha hecho que la alimentación básica planetaria sea la combinación de carbohidratos, grasas y azúcares en todos sus productos ultra procesados. La desigualdad —donde unos pocos son privilegiados y las mayorías son despojadas— propia del sistema capitalista termina su cadena de injusticias mermando la salud de los cuerpos más desprotegidos.

 

No es culpa de los murciélagos el nivel de aceleración de la vida social, que trae como consecuencia subjetividades desbordadas, estresadas, ansiosas y en constante desasosiego. El virus encontró un cuerpo huésped en alerta total y la razón es el exceso de productividad moderna que construyó una fijación subjetiva —identidad— en la angustia y el malestar.

 

El sistema capitalista hace que vivamos en una híper excitación temporal, que nos hace pensar que al correr se llega a algún lugar, negociando todos los tiempos de descanso sin contemplar los absurdos tiempos de producción. De tanta prisa el cuerpo somatiza sus dolores psíquicos en dolores físicos: colitis, gastritis, desorden en el sistema inmunológico, jaquecas. Esa tendencia a la muerte del sistema capitalista permea los comportamientos de los cuerpos que pasan al alcoholismo, el tabaquismo o la drogodependencia. No hay ganadores en este sistema de muerte, puesto que los murciélagos no tienen la culpa de que los países con mejor “bienestar” social como Nueva Zelanda, Australia o Canadá sean los primeros lugares de consumo de antidepresivos del mundo o que en México 14% padezca ansiedad generalizada. Todo lo anterior hace que los cuerpos no puedan enfrentar la naturaleza de un virus con toda su potencia de salud y cedan a su implacable amenaza. 

 

El sistema económico capitalista es el culpable de la pobre alimentación a escala planetaria, además es la fuente de muchas enfermedades tanto físicas como psíquicas, pero lo más grave es que la única construcción humana que ha servido para paliar dichos problemas también es víctima del sistema: las políticas públicas de salud. En los modelos neoliberales, la responsabilidad de la salud se ha trasladado al mercado y por consiguiente la lógica de la protección y el amparo pasó a la lógica de la mercancía. Lo que en un primer momento fue un logro de las revoluciones sociales, se fue convirtiendo en un negocio de oferta y demanda cuya consecuencia principal recae en los cuerpos que son desatendidos o contemplados a medias en pro de las ganancias capitalistas. En los países donde la salud es privada es una escena cotidiana ver a personas enfermas entablar procesos jurídicos desgastantes para obtener los mínimos servicios de salud.

 

No es culpa de los murciélagos que el sistema capitalista trate a la vacunación como un hecho de rentabilidad y no como un derecho humano inalienable.

 

El hijo bastardo del sistema capitalista, la democracia liberal, pregona igualdad, pero todos sabemos que, como en la Granja de Orwell, hay seres humanos más iguales que otros. No es culpa de los murciélagos que la salud en el mundo contemporáneo sea operada con intenciones de lucro ni tampoco que unos puedan irse a vacunar a Nueva York y otros esperen en sus casas la muerte, con la única certeza seria del sistema capitalista: la orfandad de cualquier protección pública.

 

El sistema capitalista ha hecho del cuerpo un centro de producción enfermo y la aparición de un virus ha demostrado que nuestra forma de vivir nos hace tendientes a la tragedia y la muerte.

 

No es culpa de los murciélagos que los ricos puedan “acatar” todas las recomendaciones de bioseguridad, mientras los pobres deben plantearse si morir de hambre o morir por el virus. Los objetos de protección frente al virus caretas, cubre bocas, gel y más muestran el nivel de desigualdad dominante y los más beneficiados del reparto del sistema pueden adquirir productos con mayor grado de seguridad; a las clases bajas les toca improvisar respecto a su protección y hacerse como si acataran las normas pese a que en su realidad todo mandato se vuelve un imposible. Igualmente, es fácil acatar la sana distancia en casas de 2 o 3 pisos, pero en América Latina el hacinamiento es una realidad de las mayorías populares, tan solo en México hay un umbral de hacinamiento de más de 2,5 personas por habitación, mientras que en Colombia son 3 personas por habitación, según datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL). La culpa de vivir o sobrevivir aglomerados en miseria uno encima de otro no es de ningún animal.

 

Si los biologicistas quieren explicar el porqué un virus colapsó al mundo deberían comenzar por hablarnos del darwinismo social tan propio del sistema económico capitalista y dejar a los inocentes murciélagos en paz.

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