Las Clases Virtuales y el Mundo

Las Clases Virtuales y el Mundo

Durante estos días, una buena cantidad de universidades públicas reanudarán las actividades académico-administrativas que fueron truncadas por la actual contingencia sanitaria que, hasta el día hoy, continúa en México en su fase más crítica. Entre estas actividades están, por supuesto, las célebres clases virtuales, ante la restricción de apertura de espacios cerrados como lo son los planteles educativos.

Pero habría que ser más exactos en la descripción de los eventos: estas universidades van a arrojar, sin ningún empacho, a su planta docente a que se conecte vía internet con sus estudiantes para impartir cursos en una modalidad en la que, en no pocos casos, no se tiene la más mínima idea de cómo hacerlo. Algunas universidades prepararon cursos express e intensivos, parecidos a esos de cómo ser exitoso y popular en tres sesiones, para capacitar a sus profesores en nuevas tecnologías de la educación. Otras confían en que los grados académicos de éstos, y las decenas de powerpoints y películas que han puesto a lo largo de los años en el aula, son suficientes competencias para llevar a bien esta nueva experiencia.

Pero el problema no es únicamente éste. Los encargados, en grueso, de tan importante misión no son aquellos profesores con tiempos completos o buenas plazas en sus instituciones; no son los que cuentan con los recursos sociales, culturales, económicos y afectivos para iniciar tal aventura educativa sin sobresaltos; no son quienes se enchufan a la red en los respectivos estudios o bibliotecas de sus hogares, con potentes equipos y enlaces de fibra óptica. ¡No! Los mártires son los profesores denominados de “asignatura" o “por horas/semanas”. Profesores, en su mayoría interinos, quienes reciben entre 70 y 90 pesos por una hora de clase, que normalmente no tienen cubículos ni derecho a años sabáticos, que realizan asesorías y dirigen tesis en las jardineras de sus facultades, y que no recibirán en un futuro una pensión de retiro digna. Pero eso sí, son los que mantienen a flote la educación pública universitaria en todo el país.

Hasta este momento, las experiencias ya vividas dicen que tales profesores, de modo casi artesanal, han diseñado y ejecutado actividades que van permitiendo el avance, poquito a poquito, del proceso de enseñanza-aprendizaje de manera virtual. La carga académica y administrativa de los profesores, reportan, se ha triplicado ya que los cursos que originalmente impartían no fueron pensados para su implementación online, y su adaptación ha implicado muchas más horas que aquéllas que están frente a la computadora y que, por cierto, no les son pagadas.

Pero del otro lado de la pantalla también hay otro mundo. La lógica diría que esta situación sería muy fácil para los estudiantes, ya que no tendrían que trasladarse a los planteles, sufrir en el transporte público, tratar con la horrenda comida de las cafeterías, convivir con la falta de papel higiénico y jabón en los sanitarios, ni ser acosadas en el camino o en la facultad misma. Bastaría, por ejemplo, con despertar 10 minutos antes de la clase, prender la computadora, hacerse un café, acompañarlo con una conchita, cerrar la puerta de su cuarto y elegir la mejor pared de éste para comenzar la transmisión. El problema es que los burócratas de las universidades no consideraron que, en estos hogares, cosa rara, vive más de una persona, hay más de un estudiante, habita una familia completa en cuarentena y hay, ya en varios casos, enfermos o muertes por el virus en boga. Tampoco supusieron que no existe una sala de estudio, que no hay más que una computadora (si es que la hay), que no hay internet contratado sino megas en el celular individual y que habría que pagar un recibo de luz bastante choncho al final del mes. Mucho menos imaginaron que sus estudiantes tendrían que salir a trabajar ante la también contingencia económica y las funestas condiciones de desigualdad que concurren en el país; y que, finalmente, estarían obligados a ayudar en las muchas tareas del hogar y no tendrían cabeza ni ganas de pensar en la universidad.

Algunas instituciones, sabedoras obvias de la situación, comenzaron a ofrecer, paralelamente, atención psicológica a sus profesores y estudiantes. Algo así como vivir en un régimen de capitalismo feroz, pero con mucho programa social para medio sobrevivir. Una completa torpeza e irresponsabilidad. Lo que parece importarles, precisamente, es que la cuarentena no parezca un periodo de vacaciones. Lo que no entienden es que deben tomar decisiones sanitarias y no académicas.

 

Mientras dure la contingencia y las muertes por COVID-19, las clases en cualquier modalidad deben suspenderse, las calificaciones deben abolirse y todos debemos esperar a que las circunstancias permitan que, un día, el regreso sea la verdadera prioridad. Hoy lo es, de forma evidente, el sobrevivir a la pandemia.

¿Queremos regresar a nuestras universidades, a nuestras aulas, a nuestras clases? ¡Sí! Pero queremos, antes de eso, seguir vivos; queremos cuidar de nosotros, de nuestras familias y de nuestros amigos. Sólo así, después de todo, claro que regresaremos.

 

Columnista: Juan Carlos Huidobro Márquez estudió psicología, sociología y filosofía en la UNAM. Es profesor universitario, ciclista y le gusta la música dark.

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