Las Escuelas del Mundo

Las Escuelas del Mundo

Todos tienen un bonito, o feo, recuerdo de su vida escolar. Pero no solamente de las experiencias vividas en esa etapa sino también de las instalaciones físicas en donde éstas se produjeron. Los planteles encargados de albergar tal vida colegial no únicamente fueron el escenario de lo ahí vivido, sino que, sin duda, formaron parte activa y significativa de ello.

 

En la primaria, donde casi todo se reduce a una convivencia inocente, se hacen los primeros amigos y con ellos se explora cada centímetro del colegio. Casi por regla, después de tal examen físico, se encuentran pasadizos secretos, puertas que no se han abierto en años, mensajes misteriosos en los pisos y vestigios de la presencia de estudiantes de otros tiempos en las azoteas. Cada generación ahí contribuye a robustecer y actualizar las conocidas leyendas de la vieja escuela.

 

En la secundaria, el plantel se constituye en un estratégico laberinto para vagar por él, esconderse entre clases, evitar a los siempre malhumorados prefectos y, por supuesto, saltar sus muros y explorar el mundo exterior. Los pasillos y escaleras no están hechas ahí sino para correr salvajemente por ellas y llegar, en los descansos, lo más pronto posible a los patios y/o a las canchas deportivas.

 

El bachillerato hace que sus instalaciones sean ubicadas en dos modalidades: si es preparatoria o vocacional, es una extensión de la secundaria, pero con edificios mejor pintados, rejas un poco más altas y con gente más grande, aunque con la misma actitud secundariana; si es cch, es la mejor oportunidad para ensayar en sus corredores, jardineras y extensas áreas verdes la vida en una protocomuna anarco-hippiosa. Afortunada, o desafortunadamente, la estancia en ambas modalidades sólo dura tres años.

 

La infraestructura universitaria hace que sus moradores se sientan, literalmente, en casa. En ellas duermen, comen, descansan, se destrampan, se enamoran, se divorcian y, claro, también se hacen profesionistas. Cuando regresan a sus hogares originarios, por lo regular después de dos horas de trayecto, ya no se hallan por ningún lado. Lo característico de estos espacios es que los estudiantes pueden permanecer los años que quieran sin abandonarlos e, incluso, pueden terminar laborando y jubilándose ahí.

 

Al presente, sin embargo, todos estos centros se encuentran vacíos. La pandemia de COVID-19 ha mantenido ya por 10 largos meses a los estudiantes separados de sus planteles físicos. Y una de las muchas preguntas es qué pasará con ellos. El vuelco hacia lo virtual parece no solamente constituirse como un mero recurso frente a la pandemia. Se asoma ya la posibilidad de su extendida permanencia. Hoy, cuando se está experimentado el pico más alto de ésta, parece que el regreso a las escuelas será, si se da, a muy largo plazo. Los salones, los sanitarios, los comedores, los pasillos y las explanadas repletas de estudiantes no parecen realidades que pronto volverán a experimentarse. Es evidente, además, que, ante la crisis económica de muchas instituciones, numerosos planteles no volverán a abrir. Quedarán éstos, posiblemente, en el abandono, serán vendidos, invadidos y/o demolidos. Y quizá con ellos se vayan igualmente los recuerdos.

 

No obstante, no se sabe con seguridad qué pasará. Y tampoco parecen muy importante las escuelas en medio de una lucha por mantenerse vivo en una terrible pandemia como la actual.

 

¿Esto lo tenemos claro nosotros y los que administran la educación? Quizá no. Pero incluso así, queremos regresar a nuestras escuelas. Y quién sabe si un día lo hagamos.

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