Los seres humanos usan tretas para todo. Emplean cualquier medio para alcanzar objetivos obscuros y/o engañosos. Uno de estos medios es al que se recurre con la intensión de evadir una responsabilidad o compromiso. Motivos y pretextos sobran, así, para no cumplir cuentas ya establecidas o para hacerlo parcialmente. Y esto sucede en todos los ámbitos: en lo laboral, en lo académico, con la familia, con los amigos, con la pareja, en el amor.
Mientras tales justificaciones se expresan, detrás de ellas se esconden otras prioridades que de ninguna manera pueden descubrirse.
Por ejemplo, en el trabajo, la mayoría se ampara en recursos vinculados a la salud: migrañas hereditarias, torceduras por accidentes en el hogar o diarreas de origen infeccioso, acompañadas de un “no sé qué me hizo daño”. Otras apuntan a la muerte de alguien cercano: “la señora fue la abuelita que nunca tuve” o “mi mascota, mi compañera, siempre querida”. Condiciones ambientales, urbanas o técnicas de igual forma son efectivas: “la lluvia de anoche inundó la colonia”, “la marcha no me dejó llegar”, “el auto simplemente ya no arrancó”.
En la vida estudiantil, a pocos días, pero suficientes, para entregar el trabajo final o para el examen semestral, la mente juvenil se torna completamente analítica. Bajo el lema de “no hay problema, ya hice el plan para el domingo”, se calculan horas, minutos e instantes para ser asignados con exactitud cerca de la deadline: “tres horas para las definiciones, dos horas para los ejercicios, una hora para memorizar y treinta minutos para el repaso general”. Pero cómo se justifica todo esto: “también soy humano”, “necesitaba ir al tianguis”, “yo ni quería esa carrera”.
Para no asistir al festejo de algún consanguíneo, es posible ejercer falsas excusas de todo tipo. Pueden usarse viejas rencillas que remitan, por ejemplo, a la niñez: “nunca me cayó bien”, “siempre me vio feo”, “jamás me invitó a su cumpleaños”. O atribuir al susodicho falta de solidaridad con el núcleo familiar: “nunca nos ha visitado”, “ni siquiera llama”, “ahora sí se acuerda, ¿no?” Si no funcionara, es radicalmente viable justificar la falta a través de su no-adhesión al grupo: “no se parece a nosotros”, “ni es de la familia”, “ya se casó, ya es su asunto”.
La reunión de viejos amigos igualmente participa activamente en la generación de estas excusas. Quizá la más socorrida es la que apunta hacia lo remoto del convivio: “No mames, eso está muy lejos, ¿cómo me voy a regresar?”, “¿hay acaso dónde quedarse?”. El desprecio a la ubicación también cuenta: “No, ahí está muy chacal”, “¡ahí roban!”, “no me da confianza”. O a la desesperada: “Por ahí vivía mi ex y no me la quiero encontrar”, “estoy deprimido”, “ya ni tenemos algo en común”.
Pero qué tal los que no se dejan querer: “mi corazón no soportará otra decepción”, “no es que el amor no sea para mí, es que yo no soy para él”. Se puede apuntar, asimismo, a caracteres o voluntades propias: “quiero disfrutar mi juventud”, “ahora mismo no deseo responsabilidades”, “no quiero darle cuentas a nadie”. Es cierto que el amor no existe, pero tampoco es necesario ser un bribón: “Sin compromiso, quizá”, “¿y si nunca te llego a querer?”, “si no funciona, ¿qué?”.
La situación pandémica actual ha dotado de renovados recursos a los faltosos sin sentido de responsabilidad. Los “No quiero contagiarme”, “¿ya todos se hicieron la prueba?”, “¡quiero llegar a viejo!” pueden expresarse sin levantar la más mínima sospecha y el rencor ajeno. La cuestión ahora no es, pues, cómo justificarse, puesto que es muy fácil hacerlo. Lo importante al presente es si algún día, aunque sea remoto, nos volverán a creer, a querer o a invitar a algún lado.