Los Cines del Mundo

Los Cines del Mundo

Muy lejanos parecen los días en que era fácil abrir la aplicación de cualquier cadena de cines, escoger una película, una ubicación y un horario para tener reservado el lugar favorito para sentarse a disfrutar dos horas de entretenimiento visual en 4k y auditivo en Dolby Atmos. Las medidas de sana distancia y de no concurrencia en lugares públicos cerrados, consecuencia de la pandemia mundial por la COVID-19, llevaron a la gran mayoría de establecimientos a cerrar temporalmente y a, en no pocos casos, hacerlo de manera definitiva.

 

Desde las primeras proyecciones a finales del siglo XIX en México, el cine se iba a consolidar como uno de los pocos espectáculos de gran convocatoria popular y de grandes experiencias sociales. Por ejemplo, los papás de antes llevaban, casi obligadamente, a sus niños a las viejas “Matinées”. Eran funciones que comenzaban antes del mediodía de los domingos. Lo característico de ello eran los precios bajos, las promociones en las entradas y las golosinas y el disfrute de las películas infantiles. Pero ya fuera o no en la Matinée, cuando se iba al cine con la familia extensa o con los amigos, era tradición llevar tortas o sandwiches hechos en casa y las obligadas naranjadas Bonafina para que se disfrutara bien la ocasión. Justo antes de comenzar la proyección, los niños podían reunirse al frente de las grandes salas, justo frente a la pantalla, para practicar suertes de lucha libre, corretearse o simplemente erosionar la vieja alfombra que cubría todo el piso. Y había una segunda oportunidad: las funciones de cine incorporaban un intermedio para las visitas al baño, para comprar más palomitas o para regresar a guerrear al frente de la sala.

 

Ir al cine implicaba estar pendiente los días martes en los periódicos donde se publicaba la semana completa de funciones. Otra opción era ir a asomarse a las marquesinas de los cines en cuestión, un día antes, y anotar en un papelito las salas y el horario donde se proyectaría la película elegida. Lo demás involucraba llegar temprano, hacer fila para los boletos, esperar horas en los recibidores y hacer una nueva fila para la entrada a las salas. Una vez cruzada la entrada, lo importante era correr para escoger los mejores lugares que no provocaran dolor de cuello, que dejaran leer bien los subtítulos y que no estuvieran cerca del potente aire acondicionado. Después, se apartaban los lugares con chamarras o suéteres para poder ir a la dulcería.

 

Se sabía que iniciaría pronto la película cuando las luces se atenuaban y las grandes cortinas develaban la pantalla. Después del griterío que despertaban estas acciones, había que chutarse al menos unos 20 minutos de promocionales, noticias y adelantos de funciones. Las salas eran bastante más democráticas que al presente; entraba generalmente gente de todos los estratos, edades y costumbres. La estancia de niños de brazos era permitida e incluso la asistencia de menores a películas no aptas para ellos estaba condicionada a la presencia de sus padres. Claro, había cines un poco más exclusivos, con salas más pequeñas y con películas, digamos, más artísticas, sobre todo después de los años setenta; caso, por ejemplo, de la Cineteca Nacional. Pero lo corriente eran las grandes salas, películas ordinarias y el ruido ambiente propio de ellas: desde gritos, sollozos y aplausos, respecto de la trama de la película, hasta, en las salas más populares, “cácaros”, chiflidos, abucheos e incluso el, hoy perdido, “ya llegó su padre”.

 

Los cines eran verdaderos palacios cinematográficos. Los construidos en los años cuarenta del siglo pasado tenían grandes marquesinas, grandes “halls”, grandes escaleras, grandes pantallas. Muchos de ellos contaban con diferentes niveles, lunetas, anfiteatro y balcones laterales. Algunos tenían capacidad para más de 4000 asistentes. Y no se puede olvidar la aparición, en el mismo contexto, de los autocinemas en los cincuenta: películas que se disfrutaban en magnas pantallas instaladas al aire libre frente a un estacionamiento para automóviles.

 

Se asistía, sí, para ver películas, pero también era un lugar para platicar, para dormir y para besuquearse. Posiblemente era el sitio preferido para las citas amorosas y para “irse de pinta”. Por supuesto, nada que ver con los actuales cines “Erotika”, aunque es verdad que había recintos más o menos dedicados a ciertos géneros, incluido el muy socorrido de adultos. Y había lo que se llamaba “permanencia voluntaria”; es decir, se podía permanecer en la sala una vez acabada la película para tener la oportunidad de volver a verla o para hacer lo que fuera, sin costo alguno. O el también 3x1, donde se pagaba un ticket con el derecho a ver tres películas en horarios intercalados. En cualquier caso, el cine, en Matinée, en miércoles de 2x1 o en cualquier día de la semana y con cualquier compañía, era una experiencia, sin duda, especial.

 

Hoy ante la ausencia temporal de estas salas, parece que hay que conformarse con las diversas plataformas que permiten acceder, vía streaming, a cientos y cientos de películas en la comodidad del hogar, en cualquier dispositivo e, incluso, en la taza del baño. La expresión antes célebre de “el cine se ve mejor en el cine” quizá hoy ya no tenga el significado que ostentaba hace años. Y, además, quizá esos bonitos lugares pronto vayan a extinguirse. No nos queda sino esperar, ya terminada la pandemia, a que éstos renazcan o a perderlos para siempre.

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