En términos generales, la referencia a los personajes denominados intelectuales involucra su señalamiento dentro del universo de las ideas, de la razón, de la sensibilidad, de la imaginación. Ellos son las figuras que encumbran el correcto ejercicio del intelecto frente a la ignorancia, el oscurantismo, la incultura y la necedad social. Son, la mayoría de las veces, científicos, catedráticos, escritores, periodistas, artistas de alto rango que, más allá de cualquier coyuntura, saben percibir y examinar el mundo críticamente.
Tales guardianes de las ideas, e irritadores sociales, no siempre han tenido una completa legitimidad. Muchos de ellos se han plegado parasitariamente a regímenes totalitarios o al poder político en turno. Por un lado, Edgar Baltazar nos recuerda, justo hace unas pocas semanas (https://bit.ly/30jyrrU), cómo un grupo de 30 intelectuales, de derecha, quiso encumbrarse en nuestro país como un paladín del pluralismo y equilibrio de poderes cuando este mismo se adhirió, durante décadas, a un viejo régimen, ahora ya rancio, rechazado por buena parte de la sociedad.
Por otro lado, de manera histórica, integrantes del célebre grupo de intelectuales del Institut für Sozialforschung, de la polémica “Escuela de Frankfurt”, practicantes de un particular y heterodoxo freudomarxismo, igualmente fueron blanco de críticas. Por ejemplo, el filósofo húngaro Georg Lukács señala, en los años sesenta del siglo pasado, que Theodor Adorno vivía en el “Gran Hotel Abismo”: un cómodo hotel, de embriaguez intelectual, equipado con todas las comodidades desde el cual, entre soberbias comidas y entretenimientos artísticos, se podía contemplar el desastre del mundo. Claro, el filósofo apuntaba, entre otras cosas, hacia su particular oficio teórico y su nula atención a la “práctica”.
Durante la epidemia mundial actual, de manera evidente, la actividad intelectual no iba a cesar. La supuesta crisis a la que el mundo se enfrentaría necesitaba, aunque no pareciera (¿o sí?), la mirada particular de estos protagonistas sociales. El pensador italiano Giorgio Agamben, por ejemplo, quizá fue el primero en inaugurar la actividad intelectual del momento con un desafortunado, o visionario, texto sobre la invención de la pandemia; y, a través de trilladas ideas como el miedo, la seguridad y la restricción de la libertad, traza un exagerado curso político de emergencia global. Slavoj Žižek, intelectual esloveno, hizo lo propio al suponer que el coronavirus era un golpe al sistema capitalista al estilo “Kill Bill”, con la Técnica del corazón explosivo con la punta de los cinco dedos, que podría llevar a la reinvención del “comunismo”, así entre comillas. Michel Maffesoli, sociólogo francés, también contribuyó a la causa opinando, de manera literal, que la crisis sanitaria era la expresión visible de una disolución invisible: la de una civilización que ya cumplió su ciclo; civilización cuyo paradigma ya no es reconocido por todos. Y el filósofo sudcoreano Byung-Chul Han, en la cúspide de la popularidad, se unía al frenesí asumiendo que, con la pandemia, un régimen de vigilancia biopolítica se acercaba: comunicaciones, cuerpos y salud se transformarían, o transformarán, en objetos de fuerte inspección digital.
Las aportaciones y nombres de intelectuales de primer nivel, y de niveles de menos importancia, se han ido así multiplicando en la actual fase del mundo respecto de la enfermedad provocada por el virus SARS-CoV-2. No es trascendental saber al presente si sus pronósticos algún día se cumplirán. Lo que se sabe es que la mayoría de sus teorizaciones han caído en lugares comunes, clichés y obviedades. Igualmente, se sabe que su función, de “vanguardia”, no ha sido verdaderamente relevante para el curso emergente de la sociedad mundial. Se sabe, más bien, que ellos tienen hoy más tiempo libre y que las audiencias, también con más tiempo libre, han prestado más oídos a sus voces. Un científico social francés decía estos días, en una conferencia por webcam, que para los intelectuales la pandemia no había significado un problema: su vida no había cambiado mucho e incluso habían tenido tiempo de sobra para terminar escritos pendientes, leer más de lo acostumbrado y debatir, digitalmente, sobre la coyuntura global.
La emergencia mundial generó, así, un sinfín de exámenes, ponderaciones y críticas. Pero también desnudó las carencias de esta actividad profesional, de importancia en la vida pública, al generar versiones precarias e inauditas. Antaño, había pensadores locales, como los taxistas y los peluqueros, que día a día forjaban versiones si no más reales o verosímiles, al menos sí más interesantes y arraigadas sobre el mundo. Quizá los intelectuales de hoy deberían abandonar sus discursos protagónicos, y su autoridad moral, y bajar y regresar a lo básico: no levantarse temprano, no abandonar en el día la ropa de cama, usar batas de baño, regar las plantitas, vivir alguna adicción, tener muchos gatos, jugar con sus nietos, platicar con sus vecinos, ver más series, apagar por ratos la PC, caminar por las calles, subirse al microbús, comer en el mercado y evitar por muchos muchos meses los reflectores. Ya después de todo eso, después del baño de mundo, quizá podrían de mejor manera, aprehenderlo en su especificidad.