Por qué mata la policía?

Por qué mata la policía?

La brutal tortura y asesinato de George Floyd por parte de la policía de Minneapolis (personificada en Derek Chauvin) ha derivado en una ola de indignación y protestas en los Estados Unidos. Las imágenes de insurrección en el corazón del Imperio, con toques de queda y despliegues de la Guardia Nacional, ponen en entredicho la legitimidad de un orden policial operante desde hace al menos dos siglos. El aparato coercitivo del Estado capitalista, con todo y su perfeccionamiento vía reformas neoliberales, parece incapaz de mantener su orden social.             

 

La decisión soberana sobre quien puede vivir y quien debe morir, configura aquello que el multicitado Achille Mbembe ha llamado necropolítica. Esa soberanía, como pretendido monopolio de matar, es característica definitoria del Estado. En la intersección entre la ley y la violencia, opera la policía como rodilla soberana.

 

Desde el relato histórico eurocéntrico, sabemos que la policía fue una tecnología política desarrollada en el siglo XVII con el objetivo de gobernar a las poblaciones y garantizar el esplendor de las ciudades. Fue a inicios del XIX que la policía redujo su función a la coacción física necesaria para el mantenimiento del orden social capitalista. Algunos estudiosos señalan que la fundación de la Policía Metropolitana de Londres en 1829 inauguró el modelo de la policía moderna. Mantener el orden sigue siendo hasta la fecha la meta policial.  

      

De la mano de Althusser, identificamos a la policía como parte del aparato represivo del Estado. La policía tiene una función política. Hace medio siglo, Egon Bittner publicó The functions of the police in modern society. Ahí definió a la policía como la institución con el monopolio de emplear la no-negociable fuerza de coerción, en situaciones donde su uso es necesariamente inevitable. Los esfuerzos de la ideología liberal se han concentrado en dotar de legitimidad, por no decir enmascarar, al ejercicio de la violencia del Estado. Esa búsqueda de legitimidad ha inventado a la persecución del delito como un mito fundacional de la función policial. Sin embargo, la mayor parte de la carga de trabajo policial corresponde a tareas de mantenimiento del orden más que al enfrentamiento de la criminalidad.    

 

En un libro clásico, The politics of the police, Robert Reiner enfatiza la distinción entre policía (police) y función policial (policing). La policía es la institución especializada en el uso de la fuerza; la función policial es el conjunto de procesos encaminados al control social. Controlar a la sociedad implica inhibir el cambio político. El trabajo policial, como bien lo recalca Micol Seigel en su reciente obra, Violence Work, consiste en el control violento de la sociedad, sin distingo de las ya falsas dicotomías civil-militar o público-privado.

 

Fabricar el orden social no es asunto de leyes sino del ejercicio de la violencia estatal en pro del mantenimiento de la paz capitalista, de la seguridad de las inversiones, acumulación, explotación y extracción. Prevenir o enfrentar al crimen que afecta a los ciudadanos es por tanto una función policial de segundo plano. Tan importante es la policía para el modelo de acumulación, que incluso es la puerta de entrada al sistema carcelario convertido en fructífero negocio privado. El Estado penal del neoliberalismo opera con base en el castigo de los pobres, los indígenas, los afrodescendientes, las mujeres, las poblaciones excedentes en general.            

 

El poder policial es expresión del poder del Estado. Ahora bien, los diversos organismos que operan en el aparato estatal tienen márgenes discrecionales propios de su autonomía relativa. A veces ocurre que los abusos policiales son cometidos por agentes que parecen mandarse solos y que escapan a los mecanismos de control institucional. Eso es posible, pero la violencia estatal no solo es asunto de individuos sino de estructuras de dominación más allá de la propia institución policial: el patriarcado, el neocolonialismo, el racismo.

 

Ante desbordamientos de la violencia estatal, en búsqueda de relegitimación, el poder policial ha creado su propio antídoto: la llamada reforma policial democrática. Ésta ha sido exhaustiva en la creación de paliativos técnicos: profesionalización, mecanismos de control disciplinario internos y externos, oficinas independientes de quejas, sistemas de alertamiento temprano sobre abusos policiales, modelos de proximidad con la comunidad, operación policial basada en evidencia, estándares profesionales de actuación, cámaras corporales, reclutamiento de agentes de “minorías” étnicas, protocolos de uso de la fuerza, capacitación en derechos humanos, certificación de procesos, más lo que se acumule después del último caso de brutalidad policial. Todo ese aparataje, casi ausente en el sur global, es sin duda benéfico y necesario para la disminución de los altos niveles de abusos policiales impunes, pero no elimina a la violencia como el corazón de la función policial. Cambiar eso no es asunto de reformas sino de revoluciones, implicaría adoptar otro paradigma de orden social.

 

En 1985, David Bayley definió a la policía, en su obra Patterns of policing, como las personas autorizadas por un grupo social para regular las relaciones interpersonales a través de la aplicación de la fuerza física. Si el fundamento del poder policial es la autorización del grupo, esperemos que la policía, tal y como la conocemos, ya no dure mucho.

 

 

Columnista: Edgar Baltazar Landeros (@ebaltazzar) es Director ad honorem de ILEPAZ A.C.

 

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