Los Sanitarios del Mundo

Los Sanitarios del Mundo

Antes de la coyuntura pandémica, otra de las grandes aventuras urbanas vividas por cualquier persona era acudir, forzada o no, a algún sanitario público. Es cierto que tal visita estaba condicionada por alguna enfermedad que lo requiriera, por alguna falsa preocupación ideática por mantener la vejiga e intestinos vacíos o simplemente por negligencia personal, por ingerir demasiados líquidos o alimentos a sabiendas que ese momento de expulsión orgánica llegaría.

 

Independientemente del caso, había algunos elementos comunes que anunciaban este requerimiento. Uno era, sin duda, un calambre que apenas se asomaba por encima del umbral del dolor. En ese momento, no era necesario llevar al pensamiento ninguna posibilidad alternativa al propio hogar y se podían continuar las actividades programadas sin siquiera una mínima alteración. No obstante, si ese calambre comenzaba a tornarse en cólico, la mente comenzaba a poblarse de algunas ideas simples: “no hay problema”, “cuando llegue a mi casa”. Pero si se escalaba un nivel más, los pensamientos recurrentes se tornaban en: “sí aguanto”, “ya en un rato me regreso”. El problema es que llegados a este nivel comenzaba un trayecto, por todos conocido, sin retorno. Y el elemento característico era un inmediato análisis para identificar dónde podría hallarse un sanitario público. La gravedad estaba marcada por alguna gota o aire traicionero. De ahí el cálculo de cuántos minutos de disponía para la evacuación.

 

Las grandes ciudades con sus grandes centros y establecimientos siempre aliviaron esta necesidad. Si, por ejemplo, el quejoso se encontraba en uno de esos grandes “malls”, la cuestión no era la disposición de algún sanitario sino las condiciones de su uso. En tales, había que estar preparado para esperar en largas filas y para, sobre todo, soportar las fragancias expedidas por decenas de usuarios que entraban y salían por sus puertas. Lo bonito de ahí eran los grandes espejos, el jabón espumoso, la nunca falta de agua y los potentes secadores de mano. Pero si se requería una mayor privacidad, bastaba con meterse a algún restaurante mediano, pagar unas papitas o una soda de tamaño pequeño para entrar y usar a sus anchas todos los servicios posibles del cuarto privado en cuestión. Claro, tampoco era necesario pagar.

 

Los universitarios quizá eran los más bendecidos antes tales contingencias. En sus propias escuelas y/o facultades ya se tenían localizados los sanitarios y los horarios en los que se podían usar para cada ocasión. Por lo regular, los preferidos estaban en pisos altos, al final de pasillos que a cierta hora ya nadie caminaba y que eran poco visitados hasta por el personal de limpieza. La desventaja es que el mobiliario se encontraba siempre en malas condiciones, las puertas se tenían que detener con la mano y la ausencia de agua-jabón-papel se daba por descontada. Pero, incluso así, se podía permanecer ahí adentro por largos minutos para reflexionar e, incluso, para darle un repaso a la clase pendiente. Si la necesidad ocurriera fuera de las propias instalaciones, ya se tenía preparado un mapa mental de otros edificios/facultades donde se podría asistir en el trayecto hacia el transporte.

 

Y es en este último donde las cosas se complicaban más. Si el viaje era en metro, había que tener todo el sistema digestivo bien entrenado, principalmente si se atravesaba la ciudad en este medio. En su defecto, y si la desgracia llegaba, era obligado tener identificadas aquellas estaciones donde era posible encontrar un sanitario, ya fuera en las propias instalaciones o en los alrededores de éstas. Si el viaje era en metrobús, trolebús, bus o micro, y si era el tramo final para arribar al destino, siempre había que hacerse el fuerte contando las estaciones, las calles y los minutos faltantes para bajar corriendo del transporte y enfilarse a paso veloz al hogar.

 

En las calles, el problema, al parecer, era mucho menor. Siempre era asequible un Sanborns o un Vips dónde poder ingresar al sanitario, aun cruzando las instalaciones completas, y sin algún pudor de por medio. Los más decentes, primero husmeaban en alguna vitrina y/o preguntaban el precio de algún producto para después enfilarse a los servicios en cuestión. Inclusive, algunos de estos establecimientos del viejo Slim eran más visitados por sus sanitarios que por lo que ofrecían. Desgraciadamente, algún envidioso y sin sentido alguno de salud pública decidió que acceder a los sanitarios debía hacerse con un ticket de compra. Irremediablemente, donde esto sucedió, las ventas cayeron.

 

A la par de estos dos ejemplos, en las calles siempre salieron al rescate las fonditas, los estacionamientos, las gasolinerías, los parques, alguna calle solitaria o explícitamente los baños públicos, de esos de moneda de cinco pesos, para aliviar las penurias fisiológicas. Casi no hay historias reales de gente a la que le “ganó”. O nunca lo contaron.

 

Pero queda un pendiente: ante la proliferación malsana de las llamadas tiendas de conveniencia en cada calle, barrio y colonia, y ante la injusta competencia que ejercen frente a los negocios locales, bien harían los dueños de éstas en instalarles unos pinches sanitarios para sus no pocos clientes. Sería, sin duda, lo más justo.

 

Quizá cuando termine la pandemia, cuando el maligno virus sea vencido, todos regresaremos a nuestros centros de trabajo, a nuestras escuelas, a nuestros lugares de diversión y, también, a nuestros necesitados sanitarios públicos. Mientras, agradezcamos que podemos sentarnos en los propios de nuestro hogar sin miedo al ruido, a algún chancro y al característico aroma del mundo.

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