Originaria de Sonsonate, El Salvador, Victoria Esperanza Salazar Arriaza tenía 36 años, dos hijas y una visa humanitaria. Fue asesinada el pasado sábado por la Policía de Tulum, Quinta Roo. Acusada de “alterar el orden en la vía pública”, fue sometida brutalmente por cuatro agentes policiales. Su cuerpo fue deshumanizado por agentes del Estado, incapaces de brindarle primeros auxilios o llamar una ambulancia. Tras asfixiarla, la lanzaron a la batea de una patrulla.
Que hechos como estos ocurran, no es excepcional. El manejo necropolítico de cuerpos deshumanizados es práctica permanente de los Estados criminales. Estado es una forma de estar de la sociedad. Y nuestra sociedad está en estado criminal. Así lo demostró la Policía de Tulum este fin de semana y antes los grupos especiales de la Policía de Tamaulipas que en 2019 efectuaron ejecuciones extrajudiciales simulando un enfrentamiento y que en enero de este año masacraron a 19 personas, 16 de ellas migrantes de origen guatemalteco. Los casos son múltiples, se acumulan; por eso el exceso en el uso de la fuerza parece más una normalidad que una excepción.
La policía sigue un mandado estatal patriarcal: administrar la violencia en contra de las poblaciones criminalizadas, descartables y adversarias a la hegemonía en turno. En su obra La creación del patriarcado, Gerda Lerner identificó una institucionalización histórica del dominio masculino sobre mujeres e infancias, tanto en la familia como en la sociedad en general. Las instituciones de la sociedad, incluidas eminentemente las coercitivas, están en manos de varones con un mandato violento. Tal como lo escudriñó magistralmente María Mies es su libro Patriarcado y acumulación a escala mundial, los agentes del Estado torturan, violan y matan mujeres como mecanismo de mantenimiento de la acumulación originaria en curso. En las antípodas del poder masculinizado, uniformado, armado e impune, se encuentran las poblaciones feminizadas, racializadas y sobreexplotadas. De no haber sino una mujer migrante, pobre y morena en una zona turística, el destino de Victoria quizá hubiera sido otro.
Como ya lo habíamos visto con claridad en San Salvador Atenco en mayo de 2006, la violencia policial es política y estructural, dirigida con intensificada brutalidad en contra de las mujeres. La Policía como institución apolítica es un mito. Las culturas policiales son culturas políticas, preponderantemente machistas, violentas y conservadoras. Otro mito, en el vigente sistema de acumulación, es la relación entre la Policía y la seguridad de la ciudadanía. Como argumenta Mark Neocleus en su provocador ensayo “Against Security”, la seguridad sí es el proyecto de la Policía, pero en una acepción muy particular: la seguridad de la propiedad privada y del orden de la sociedad burguesa.
En un artículo publicado hace 30 años, “The sovereign police”, Giorgio Agamben coincidió en identificar al “orden público” y a la “seguridad” como el corazón de la Policía que identifica y combate enemigos, vinculando a la ley con la violencia. Hace un siglo, Walter Benjamin, en su clásico ensayo “Para una crítica de la violencia”, ya señalaba que la Policía violentaba sectores vulnerables que ni siquiera eran una amenaza para la ley. La Policía interviene en nombre de la seguridad y el orden, ejecuta personas sin que estas hayan cometido un delito, basta con que pertenezcan a un grupo descartable.
Como cambiar la sociedad será un proceso de largo plazo, en el corto, hay que exigir justicia por Victoria y todas las víctimas de la violencia de Estado. Y ante el remoto escenario de abolición o refundación de la Policía, bien valdría impulsar mecanismos efectivos de supervisión externa, monitoreo y auditoría de su actuación, formación y procesos. Paliar el problema, pero sin dejar de reconocer su dimensión estructural.